La calma del encinar
EN MEMORIA DEL NONO CHICO
Tomás Martín Tamayo
Antes de superar la curva
que serpenteaba el Cauca y ocultaba las chabolas, oyeron un golpe seco y el
griterío alarmado de muchos niños. Pararon cerca, los niños se apartaron
temerosos y dejaron ver algo parecido a un montón indefinido de ropa y sangre.
Era un niño, uno de ellos. Lo recogieron del suelo como sin huesos, flácido,
como los relojes blandos de Dalí. Arrugado, con una mueca entre espanto y
felicidad. Estaba tan destrozado que, al despegarlo del suelo, quedaron restos
de sus restos, como esas pegatinas que dejan su huella y que hay que raspar. Era
difícil creer que aquello, que se deshacía al levantarlo, hubiera tenido
verticalidad alguna vez. “Han juío, han juío”. Los niños señalaban un camino
todavía en nebulosa por el polvo.
Después de muchas dudas,
lograron recogerlo, más bien amontonarlo, en el maletero del coche… ¡A nadie se
le ocurrió depositarlo en los asientos traseros! ¿Quién es? “Vive en er
poblao, en la casa morá con la manta en la puerta. Estábamos jugando al
escondite y apareció aquel bicho negro y grande... ¡Es Nono Chico, er niño del
Nono Chispa.
Seguidos por el griterío de
los niños, aparcaron en la puerta de la chabola, una manta raída y desflecada
en sus bajos. “Oiga, oigaaaa, oigaaaaa!” El adobe de las paredes apagaba la
llamada y entraron. Oscuridad y hedor a humedad. Desde el fondo llegaba un
canturreo confuso y vago, sin definición, flamenco-moruno o parecido. Siguieron
con la luz del móvil hasta llegar al del cante quejoso, tendido en un camastro,
acompañándose con las uñas en el rizado de una botella de anís. Se detuvo un
momento, miró y prosiguió indiferente con su cantinela.
—Perdone. ¿Es usted el Nono
Chispa, padre de Nono Chico?... Mire, es que ha habido un accidente... Un
coche... Su hijo...
— Normá. Puto niño, siempre
pahí... Jugá, jugá, jugá, siempre jugando…
—Es grave... Bueno, yo diría
que muy grave. ¿Quiere venir, por favor? Lo tenemos en el coche...
Se levantó alcayatado, con
dificultad, y salió con pasos inseguros. Al apartar la puerta manta, la luz
entró con ansia. Se acercaron al coche, con el Nono Chispa detrás y abrieron el
maletero: “Creemos que es su hijo, oímos un golpe, grito de los niños, lo
recogimos…” “Claro, lo brán matáo. Siempre pahí...”
El Nono Chispa miró un poco
y deslumbrado por la luz, volvió a entrar en el cuartucho, sin interés. Antes
de dejar caer la cortina a sus espaldas dijo algo así como "joer con er
puto niño". Y se perdió en la boca negra y hedionda del cubil. Poco
después se oyó la cantinela flamenco-moruna y el ruidillo de sus uñas sobre la
botella de anís.
Tres años después volvieron
y todo seguía igual, excepto que el coche que dejaron en la puerta estaba
destartalado por mil saqueos, irreconocible. La chabola del Nono Chispa seguía
en pie, protegida por la misma manta, más reseca y descolorida. Desde dentro,
como vomitado por un eructo del averno, llegaba el canturreo flamenco-moruno de
siempre. “Oiga, oigaaa, oigaaaa”, pero nadie respondió. Unos niños se acercaron
y preguntaron.
— ¡Lonterraron pahí y el
Nono Chispa vendió casi to er coche!
Del coche
quedaba algo, pero del Nono Chico ni el recuerdo, porque hasta los niños eran
otros niños. Muchos años más tarde aquella pesadilla seguía aferrada en el
presente, como la carne del niño al polvo del camino.
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