sábado, 25 de noviembre de 2023

 

Amarrados a la columna

Los que vengan detrás y quieran saber cómo era esta época, no solo repararán en los historiadores y cronistas oficiales, sino que han de escudriñar en los agudos columnistas de prensa

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Alo largo de mi vida como articulista de prensa, he ido catando el valor de mis compañeros de tribuna, consciente de que el artículo es un género difícil. Se trata de saber decir con pocas letras. He sido columnista fijo y sé lo que cuesta mantenerse despierto para observar mucho, a fin de responder a… ¿de qué escribiré mañana? El colaborador o columnista con espacio propio ha de saber atrapar al lector en los primeros renglones. No se puede dejar lo interesante en la barriga del texto o, allá lejos, a los pies de lo redactado.


Existieron afamados ilustres del periodismo. Mariano de Cavia, un innovador del lenguaje. O mi admirado Ortega y Gasset, que huyó de ‘El Imparcial’ para verter en ‘El Sol’ su pensamiento reformista y liberal. Julio Camba junto a Luis Carandell dieron fuste a las crónicas parlamentarias. Y Carlos Luis Álvarez, que usó el seudónimo de Cándido para honrar a aquel personaje tan indeciso de Voltaire. Mucho divirtieron las Greguerias de Ramón Gómez de la Serna; eran cuasi refranes, sentencias geniales por la puntería y brevedad. Entre los nuestros, algunos ya no están, como Julio Cienfuegos, riguroso, clásico en su trazo, Antonio Zoido o Luciano Pérez de Acevedo. Más próximas y memorables fueron las distendidas crónicas urbanas de Manolo López, o las políticas de Manuela Martín, sin ignorar la tinta regionalista de Teresiano Rodríguez Núñez. Admirable Fernando Valbuena, por exhibir una literatura pulcra, como templada en sus vascones Altos Hornos, pero mecido su estilo con el aderezo dulce impregnado de las Peñas de Urduliz y la mirada ancha desde Punta Galea.


La servidumbre del columnista es sentirse amarrado a la columna cada semana y, su grandeza, tener ese hueco como desahogo. Para honrar a los que no menciono, personalizo ahora los valores de otros en Tomás Martín Tamayo, que bien lo merece por venir escribiendo desde su adolescencia. A sus 16 años ya estaba oficiando para la revista ‘Alcor’. Luego, en 1979, la editorial Esquina Viva publicó sus ‘Cuentos de madrugada’, prologados por Jesús Delgado Valhondo, que dice: «’Sacando punta’ se titula una sección periodística de Tomás. Y sacar punta no es solo afilar ideas, sino, también, afinar, aguzar, excitar. Y esto tienen sus cuentos: agudeza de ingenio, andadura avizorante por la vida, experiencia, excitación de seres para encontrarnos lo que pasa dentro y fuera del hombre».


Uno de los ‘cabezones’ que aguanta a la intemperie en el Puente de la Autonomía, a la vera del Guadiana, es Luis Álvarez Lencero. Aparece su ‘Humano’ siendo titular de la Consejería de Cultura, Tomás. El consejero le escribe el más bello prólogo que haya podido pensarse para un poeta vivo. Lo retrata, sí, y se retracta. La pluma del prologuista es un espejo que nos permite deambular por sus entretelas. Aquello no era el comienzo de Martín Tamayo, sino la confirmación de su hondura en el oficio. Luego, en la madurez, la novela, el más difícil de todos los géneros. Yo le reseñé en Vitela ‘El enigma de Poncio Pilato’. Y me quedé corto. Leer su ‘Díptico romano’ es degustar a un sólido relator que muestra bien conocidos los surcos por donde labra. Tomás es mi hermano en la cofradía de las letras, y en el afán por la tierra que pisamos. Pero él maneja mejor que yo, y como pocos, la ironía, el sarcasmo, y esas frases que son chispazos que atrapan la realidad, como Robert Capa rescataba nuestros regüeldos bélicos.


Al mirar desde el otero de mi vida a gente como él, un susurro a media voz me cosquillea dentro y me dice: ¡Qué pena que desaparezca una tribu tan bien pertrechada para interpretar los días! Los que vengan detrás y quieran saber cómo era esta época, no solo repararán en los historiadores y cronistas oficiales, sino que han de escudriñar en los agudos columnistas de prensa. En esos que supieron, como Tomás, transitar por los pedregosos caminos de la literatura y abrirse sitio con el buril de las letras. Así lo viene haciendo él, durante más de medio siglo, en el telar del periodismo con casi 3.000 artículos publicados. Entre los lúcidos está él, aunque su nombre no sonará como el de Raúl del Pozo, Alfonso Ussía o Emilio Romero. Porque, incluso con túnel, cuesta mucho atravesar Mirabete y hacerse un sitio en la villa y corte. Allí, donde respaldan la fama. Allá donde una tribu corporativa de colegas reparte oportunidades y patentes de buenos. Los de provincia lo tienen más difícil. Aquellos capitalinos disfrutan, igual que el oso, con su oronda panza, como escribidores agasajados, a la sombra que propicia la influencia del madroño madrileño. Pero, los nuestros, aunque parcos de fama, siempre vivirán en las hemerotecas.


Tomás Martín Tamayo ha sabido transitar por los pedregosos caminos de la literatura y abrirse sitio con el buril de las letras

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