30 AÑOS DE PUERTO
HURRACO
Tomás Martín Tamayo
tomasmartintamayo@gmail.com
“El séptimo día”, película dirigida por
Carlos Saura e interpretada por Juan Diego y José Luis Gómez, está inspirada en
la masacre de Puerto Hurraco, hace ahora 30 años. Ray Loriga escribió un guion
muy ajustado y durante el rodaje me llamaron de la productora por si quería
colaborar en la “fidelización de los personajes”, los hermanos Antonio y Emilio
Izquierdo, a los que tenía como alumnos en el Centro Penitenciario de Badajoz. Recomendable para
los que quieran aproximarse a los hechos,
pero la mejor película, la mejor definición y el mejor relato lo hizo Brígido
Fernández, fotógrafo de HOY, en una instantánea desgarradora que dio la vuelta
al mundo.
Puerto
Hurraco figura en nuestra memoria como sinónimo de visceralidad, cerrilismo y
odio ancestral porque un mal día dos hermanos, con el alma corroída por el
odio, decidieron verter sobre sus
vecinos toda la irracionalidad que llevaban dentro. Desde entonces el nombre de
Puerto Hurraco tiene resonancias que no merece y, tal vez para siempre, su
suerte quedará ligada a la masacre que por sus calles protagonizaron los hermanos
Izquierdo, azuzados por el resentimiento de Ángela y Luciana, sus hermanas.
Un día negro
de agosto de 1990, los dos hermanos decidieron consumar la venganza que los
cegaba y a tiros de escopeta mataron a nueve de sus vecinos, de forma indiscriminada,
porque su odio alcanzaba a todo el pueblo, resucitando a la Extremadura
profunda que sólo existe en las testas anquilosadas de muchos desinformados,
porque el síndrome de «los Izquierdo» no tiene cuna definida y dormita en cada
pueblo.
Los tuve como
alumnos -es un decir- en el Centro Penitenciario de Badajoz y en ellos
identifico al eslabón perdido, al humano al que le falta un hervor para llegar
a serlo plenamente y al hombre a medio camino entre lo que somos y lo que
parecemos. No caeré en la exageración de señalarlos como irracionales, pero
ambos tenían un pellizco que los separaba de la normalidad. A los dos,
inseparables, encorvados y en contacto permanente, les gustaba dibujar
arabescos con bolígrafos de colores, que cogían como si fueran puñales. Los dos
pasaban horas rellenando cuadernos de caligrafía, los dos me pedían
interminables sumas, restas, multiplicaciones y los dos dibujaban círculos engarzados,
ayudándose con botones de diferentes tamaños. Siempre recelosos y acechantes,
lo hacían todo tan juntos que parecían un sólo hombre con dos cabezas, aunque
las dos pensaban lo mismo y a la misma hora. No se relacionaban con nadie, eran
monosilábicos y creo que en sus años de reclusión jamás salieron de ellos
mismos y nunca tuvieron curiosidad por ver lo que había fuera de sus cabezas.
Nada pedían y nada daban. Por no dar, no daban ni la lata.
Los dos
murieron en prisión, a los 72 años, los dos gozaban de la misma indefinición que
los situaba a medio camino entre el hombre y la alimaña rabiosa, los dos
encerrados en la modorra común que los unía. En alguna ocasión intenté asomarme
al alma, posiblemente insondable de los dos hermanos, para mirar lo que bullía
allí dentro, pero nunca logré entrar en ellos. Imposible, hasta la mirada la tenían
huidiza. Ni el tiempo ni la enfermedad doblegaron el odio acumulado y no había
llave para abrir las puertas en aquellas pobres cabezas. Después de tantos años,
para mí siguen anclados en el círculo de los misterios.
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