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La calma del encinar
LA TIERRA SIN TIEMPO
Tomás Martín Tamayo
Blog
Cuentos del Día a Día
Vendí un trozo de tierra con veinte
nidos de cigüeñas. Por la tierra me dieron poco pero por las cigüeñas no sólo
no me dieron nada, sino que me ofrecían cinco mil euros más si los quitaba. El
nuevo propietario prefería pagar y coger el predio sin el engorro de una
especie protegida a la que no concedía ningún valor ecológico o visual. Los veinte nidos en las
doce encinas, sólo eran para él un engorro burocrático porque estaban censados y quitarlos era enfrentarse
a una sanción administrativa cuantiosa. Prefería pagar y acceder a su nueva
propiedad sin la presencia de las crotadoras. No los quité porque, aunque la
tierra estaba escriturada a mi nombre, sabía que era una propiedad compartida
con las cigüeñas, los gorriones, los tordos, las abubillas, las tres parejas de
cuervos y la decena de lagartos que ya estaban allí cuando llegamos nosotros.
Me miró extrañado cuando le dije que por
el crotar de las cigüeñas yo distinguía el estado emocional en el que se
encontraban, que era una forma de comunicación entre ellas y el entorno, y que la
tierra desposeída de su flora y fauna natural es estéril y aburrida. No me
escuchó cuando le dije que, al atardecer, sentándome en una piedra concreta, a
menos de veinte metros, podía ver corretear a los lagartos, que los gorriones
solo acudían para pernoctar y que se callaban conforme encontraban acomodo en
una rama. Que los tordos avisaban a los demás del peligro de nuestra presencia
y que era mentira que los cuervos te sacaran los ojos. “Las ovejas también son
fauna”, me dijo por decir algo. “Habrá mucha fauna, porque yo la voy a llenar
de ovejas”. Y la llenó. Las ovejas se adueñaron del paisaje y con su
mansedumbre modorra fueron erradicando de forma natural a todas las especies
que habían visto como invadían su casa. Las ovejas pueden convivir en armonía
con toda la fauna del lugar, pero cuando se presentan como especie invasiva, se
quedan casi solas.
Poco después el nuevo dueño de la tierra
me invitó para que viera los cambios, supongo que para enseñarme, orgulloso,
sus logros y pisadas. ¡Qué habilidad! Había
logrado transformarlo todo, incluso expulsar a las cigüeñas sin caer en el
delito ecológico por derribar sus nidos. Ellas aceptaron el desahucio con
indiferencia y no volvieron. Había hecho caminos por donde anidaban las
abubillas y me enseñó el aprisco levantado donde yo tenía manzanos, ciruelos y
limoneros. El bóxer que yo dejé, “Manso”, había muerto, no me dijo cómo, y en
su lugar miraban con recelo tres bulldogs presos en un cerco de alambres. El
burro “Guerrero”, que se había criado en libertad, lo regaló porque “no hacía
nada de provecho” y el olor a heno y a pienso había desplazado al de los jazmines, los lirios y madreselvas. Aquella tierra se había quedado sin tiempo.
El parral centenario que daba sombra a la
puerta, había sido sustituido por un amplio techado que protegía de las inclemencias
a un tractor, un coche, un remolque, aperos de labranza… Y en la leñera, supongo
que esperando su turno para la sentencia del fuego, aguardaba la hamaca con balancín en la que me sentaba bajo el parral para ver, oír y
callar, mientras el campo en plenitud cantaba. No le dije nada, aquello había
dejado de ser y me vine sin mirar hacia atrás. Y sin ira.
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