jueves, 28 de junio de 2012

EL NIÑO "AMOTO"



Era un niño especial, sí,  especial porque los ángeles no tienen otro remedio. Llegó al colegio con la etiqueta en su expediente, después de sonados fracasos en otros centros y a todos les incomodó aceptar en la normalidad rutinaria a alguien  con exigencias diferentes. El alumnado en general también quedó expectante y algunos padres incluso mostraron al director su disconformidad, convencidos de que alguien así iba a entorpecer el “progresa adecuadamente” que querían para sus hijos. Se trataba de un niño con un marcado síndrome de  Down y lo aceptaron como se aceptan las imposiciones que no pueden rechazarse. Nadie podía imaginar que dos años después la muerte de Litín, aquel niño especial y tan especial, pondría un crespón negro, imborrable, en la vida y en el alma de todos.





Litín no se anduvo con remilgos y desde el primer día hizo suyo el colegio, se integró en el alumnado y captó la atención de todos los profesores, porque demostró, con la fuerza de los hechos, que lo que de verdad era especial era su vitalidad, su alegría contagiosa y su ilimitada capacidad para querer y ser querido. Se distraía en clase, pero lo compensaba siendo el director del recreo y el capitán del patio. Era un torbellino que recorría todas las aulas y cada rincón del edificio, dejando a su paso una estela de simpatía hasta entonces desconocida. Daba patadas al primer balón que se pusiera a su alcance, interrumpía el juego a todos los demás,  los mojaba con la manguera y tenía una habilidad extraña para coger avispas por las alas y amenazar a todos con su desbordante sonrisa: “que te pico, que te pico”.





Pero la pasión de Litín eran las motos y sus compañeros le pusieron “el amoto” porque siempre iba en una, imaginaria, girando, subiendo, bajando… Un palo le servía de manillar y sobre él aceleraba y frenaba antes de causar un accidente múltiple, mientras se reía con la alegría de un angelote bueno. Hacía miles de cabriolas, se metía entre las piernas de los profesores y los ojillos se le encendían de ilusión cuando, siguiéndole el juego, los demás se apresuraban o se ponían a salvo subiéndose a las ventanas. ¡Roooomm, rooomm, roooomm! Y si corrían delante lloraba de risa con su “¡que te apillo, que te apillo, que te apillo!”, aunque, buen motorista, siempre frenaba a tiempo o hacía un giro circense en el momento de la colisión, salvando los obstáculos, alejándose para buscar nuevas víctimas en sus “atropellos” interminables…





Pues el viento gratificante y ciertamente especial que iluminaba la vida del colegio, el “niño amoto”, se rompió en un accidente que no pudo evitar. Un balón sobrepasó el cerco metálico del patio y Litín inició una imposible cabriola acelerando a fondo tras la pelota. Antes de que pudieran reaccionar para evitarlo, trepaba por la verja, descolgándose por la parte exterior. Ante la mirada atónita de todos, a su altura, apareció un camión negro, grande y hambriento, como salido del averno y segó para siempre la hierbecilla fresca del niño motero. Cuando lo recogieron todavía agarraba fuerte el palitroque y aceleraba con un apagado “¡rooomm, roooomm¡” .

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