sábado, 7 de abril de 2012

LOS CRUCIFICADOS



En 1968 se halló al noroeste de Jerusalén la tumba de un hombre llamado Juan, hijo de Haggol, que murió crucificado. Tenía una osamenta fuerte, una estatura de 1´67 m. aproximadamente y cerca de cuarenta años. Contra lo que se especuló en un principio, está descartado que la tumba perteneciera a Jesucristo, aunque los rasgos fisiológicos que se aventuran puedan ser coincidentes, porque son los característicos de un judío de la época, además de padecer tortura y crucifixión como él. El hallazgo es importante para conocer los pasos previos a la ejecución y el protocolo que se seguía durante la misma. La crucifixión de este Juan, efectuada en el mismo lugar, permite aproximarnos a mucho a la de Jesucristo.
 Si no se hicieron excepciones, algo extraño dada la rigidez con la que se seguían las normas establecidas, la muerte de Jesús no pudo ser muy diferente a la de Juan. Los restos encontrados presentan rotura en dos costillas y un golpe en el cráneo. Los talones están atravesados por un clavo de 18 centímetros, sus muñecas taladradas, las tibias y peronés fracturados a la altura del tercio inferior y el radio derecho evidencia una fisura por clavo… Hasta aquí, lo que dicen los restos encontrados coincide puntualmente con lo que nos ha llegado de la tradición oral, incluida la cuestionada versión de los tres clavos. Los soldados encargados de las ejecuciones eran verdaderos expertos y aceleraban o ralentizaban la muerte en función de lo que los familiares o amigos pagaban para aliviar los sufrimientos, pero sin alterar la rutina, que supervisaba un centurión.
RIGIDEZ EN LAS NORMAS
Roma dejaba pocas cosas al azar y para mantener la cohesión del Imperio dictaba normas generales que regulaban las relaciones sociales, las siembras, los riegos, los impuestos, la administración de la justicia o los procedimientos para la ejecución de la pena capital, en la que la crucifixión era poco frecuente. Las prácticas que se establecieron durante los años de Augusto y Tiberio, quedaron anotadas como protocolos a seguir y así se mantuvieron durante más de doscientos años, hasta Didio Juliano, un personaje pintoresco que compró el Imperio en una subasta entre los soldados, pero que se preocupó de retocar la práctica, dándole algo más de humanidad. La crucifixión, antes y después de Didio Juliano, tenía un ritual fijo, aunque las circunstancias, la climatología, el público, la notoriedad del condenado, el lugar y el momento, permitieran variables.
Puede que con Jesucristo se rompieran algunas rutinas y que antes de su ejecución, como en la de Juan, se produjeran excesos notorios, pero todo entra en el terreno de las conjeturas porque en los Evangelios no hay una descripción minuciosa de los sufrimientos de Jesucristo. Séneca, y Plutarco tampoco pormenorizan y los historiadores romanos Cornelio, Tácito, Plinio y Suetonio, en las referencias directas a la crucifixión de Jesús, no se detienen en los detalles, por lo que se puede deducir que fue crucificado como se crucificaba, aunque la imaginería y la cinematografía hayan buscado un perfil más estético. Se han catalogado más de cien tipos de cruces, pero la que se usaba en Judea era la cruz latina y no la estilizada cruz artesana de pulidos tablones ensamblados. Los árboles de Jerusalén, pinos fundamentalmente, no podían dar unos tablones para una cruz de seis o siete metros. Es dudosa la importación de maderas para estos fines y poco probable que se molestaran en perfilar y pulir los maderos. Lo normal era que el palo vertical, afilado en un extremo donde se encajaba el horizontal, tuviera poco más de dos metros y medio, para facilitar el trabajo de la ejecución. Después de ensamblar el horizontal, que aseguraban con cuerdas, lo introducían en un hoyo que se apuntalaba con piedras. Todo muy rudimentario porque la sofisticación es impensable, teniendo en cuenta que sólo se crucificada a los forajidos y delincuentes mayores y que los verdugos eran soldados que redimían algún tipo de castigo.
Reconstruida por los técnicos, la posición en la cruz de los restos encontrados en Jerusalén, indica que las piernas habían estado colocadas una sobre otra, ligeramente flexionadas; los pies fueron atravesados por un solo clavo. La caja torácica levemente inclinada y los brazos fijados al palo horizontal, mediante dos clavos que atravesaban los antebrazos. Para evitar los desgarros y que el cuerpo cayera, se complementaba la sujeción de los clavos con cuerdas envolventes que se ataban al madero, como las de los "empalados"
MUERTE POR ASFIXIA
Con independencia de las pequeñas variables en cada uno de los rincones del Imperio, los crucificados solían morir por asfixia, ya que al estar colgados apenas podían respirar. La cruz permitía que la asfixia fuese más o menos intensa, según acercaran o separaran los brazos del palo central y dependiendo de la altura a la que colocaban la cuña (cipro) sobre la que apoyaban los pies. Para respirar necesitaban apoyarse, pero si les partían las piernas o les bajaban el pedestal, tenían que izarse con los brazos taladrados por los clavos, con el consiguiente desgarro de músculos y tendones. Por eso, cuando querían acelerar el proceso, generalmente por el pago de los familiares, con un mazazo seco rompían tibias y peronés. El cuerpo quedaba colgado de los brazos y la muerte por asfixia se producía en minutos. Este pudo ser el caso del hijo de Haggol, al que para impedir que se apoyara en el cipro le rompieron las piernas, pero no el de Jesucristo, que murió a las pocas horas, posiblemente porque cuando lo crucificaron estaba agotado y prácticamente exhausto. Rutinariamente, le dieron un lanzazo para verificar la muerte, antes de entregarlo a los que lo reclamaban.
Si los ejecutores no recibían algún tipo de compensación de los familiares, solían dejar morir a los crucificados lentamente, durante cinco o seis días, y no bajaban los cuerpos hasta que comenzaba el proceso de descomposición. Es muy probable que recibieran una cantidad considerable antes de bajar y entregar el cuerpo de Jesús, ya que el que lo reclamaba era José de Arimatea, un rico hacendado que mantenía buenas relaciones con el Sanedrín y con las autoridades romanas.

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