Parece demostrado que la colonoscopia es la mejor prueba para un diagnóstico precoz del cáncer colorrectal. Si pasados los 60 años todos nos sometiéramos a esa prueba, el cáncer de colon pasaría a ser testimonial. El problema es que no hay dinero para afrontar el reto, aún sabiendo que el gasto que supone el desarrollo de la enfermedad es hasta diez mil veces superior al de la prueba que podía evitarla. Cosas que pasan. Los estudios científicos demuestran que después de 15 años de seguimiento, la mortalidad por cáncer de colon entre los que se habían sometido a la colonoscopia, desciende en un 53% respecto a la población general… Pero no voy a seguir por estos derroteros, de lo que yo quiero hablar es de la otra cara de la colonoscopia, la que no viene en los manuales.
La colonoscopia es una prueba clínica que consiste, que los médicos me perdonen, en meterte una cámara por el culo y recorrer con ella los intestinos, en busca de pólipos y otras patologías. La cámara le enseña al especialista, en vivo y en directo, cada centímetro de la autopista intestinal y además de señalar los baches, fija su localización para que la brigada de mantenimiento los arregle de inmediato. Es algo físicamente inocuo, porque incluso lo hacen con sedación total y el paciente no se entera de nada, excepto de los antecedentes y de los consecuentes, a los que hay que sobreponerse para olvidarlos de inmediato. Intentaré explicarme, aunque acabo de pasar por el trance y todavía me encuentro bajo los efectos del mayor bochorno de mi vida.
Los previos exigen una limpieza total del intestino, con lo que durante días hay que evitar la ingesta de frutas, verduras, fibras… Doce horas antes comienzas a ingerir un potingue que hace que te vayas de vareta, un mínimo de veinte veces. Dan ganas de irte a vivir al cuarto de baño por el riesgo cierto de no llegar a tiempo. Llega la gran hora y te llaman por un altavoz atronador, de tal forma que cuando te levantas todo el mundo te mira con algo de conmiseración. Una enfermera te coge del brazo, yo creo que para que no te escapes, y te deposita en una habitación donde otra te recibe con una sonrisa de “te vas a enterar”. Abre un armario y te pide que te desnudes. Lo haces mientras ella permanece a tu lado y, cuando estás en pelota viva, te ofrece una mini bata verde, abierta por atrás, que no cubre las rodillas, y te guía hasta una sala donde permaneces de pie, con patucos de plástico, en minifalda y con el culo al aire, mientras el trasiego continúa a tu alrededor…
Unas palmaditas en la cara te sacan de un sopor placentero: “Vamos, ya está todo”. Con una media cogorza te guían a un pasillo, igualmente transitado, y te invitan a que ventosees todo lo que puedas… “¿Aquí? Si, claro, es conveniente que expulses el aire”. Yo compartí pasillo con un señor, auténtico experto, que se inclinaba hacia un lado para gratificarme con su particular tamborada -¡qué a gusto se queda uno!-, mientras me invitaba a hacer lo propio. ¿La colonoscopia? No tengo ni idea.
La colonoscopia es una prueba clínica que consiste, que los médicos me perdonen, en meterte una cámara por el culo y recorrer con ella los intestinos, en busca de pólipos y otras patologías. La cámara le enseña al especialista, en vivo y en directo, cada centímetro de la autopista intestinal y además de señalar los baches, fija su localización para que la brigada de mantenimiento los arregle de inmediato. Es algo físicamente inocuo, porque incluso lo hacen con sedación total y el paciente no se entera de nada, excepto de los antecedentes y de los consecuentes, a los que hay que sobreponerse para olvidarlos de inmediato. Intentaré explicarme, aunque acabo de pasar por el trance y todavía me encuentro bajo los efectos del mayor bochorno de mi vida.
Los previos exigen una limpieza total del intestino, con lo que durante días hay que evitar la ingesta de frutas, verduras, fibras… Doce horas antes comienzas a ingerir un potingue que hace que te vayas de vareta, un mínimo de veinte veces. Dan ganas de irte a vivir al cuarto de baño por el riesgo cierto de no llegar a tiempo. Llega la gran hora y te llaman por un altavoz atronador, de tal forma que cuando te levantas todo el mundo te mira con algo de conmiseración. Una enfermera te coge del brazo, yo creo que para que no te escapes, y te deposita en una habitación donde otra te recibe con una sonrisa de “te vas a enterar”. Abre un armario y te pide que te desnudes. Lo haces mientras ella permanece a tu lado y, cuando estás en pelota viva, te ofrece una mini bata verde, abierta por atrás, que no cubre las rodillas, y te guía hasta una sala donde permaneces de pie, con patucos de plástico, en minifalda y con el culo al aire, mientras el trasiego continúa a tu alrededor…
Unas palmaditas en la cara te sacan de un sopor placentero: “Vamos, ya está todo”. Con una media cogorza te guían a un pasillo, igualmente transitado, y te invitan a que ventosees todo lo que puedas… “¿Aquí? Si, claro, es conveniente que expulses el aire”. Yo compartí pasillo con un señor, auténtico experto, que se inclinaba hacia un lado para gratificarme con su particular tamborada -¡qué a gusto se queda uno!-, mientras me invitaba a hacer lo propio. ¿La colonoscopia? No tengo ni idea.
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