En su libro de viajes “Roma, Nápoles y Florencia” Stendhal describe la sensación de agobio que produce la contemplación prolongada de un exceso de belleza. Cuenta que cuando en 1817 visitó en Florencia la iglesia de Santa Croce, sintió que el corazón se le apresuraba, sufrió sudoraciones anormales, mareos intermitentes y una sensación de abatimiento generalizado. Él afirmaba que la causa de todas las alteraciones estaba en la descomunal belleza de la Iglesia de Santa Croce, su ambiente, su olor, sus luces, el crujido de sus maderas, el sonsonete de los rezos cercanos… Ciento cincuenta años después, tras analizar en muchos pacientes las mismas sensaciones, se definió como “Síndrome de Stendhal” a la respuesta sicosomática que produce el goce estético de una exposición prolongada de la belleza.
Aún a riesgo de propiciar alguna sonrisa condescendiente, confieso que seguí los pasos de Stendhal y buscando su síndrome, visité la Iglesia de Santa Croce en una situación muy similar a la suya, un día lluvioso de mediados de noviembre, al atardecer y con el ánimo predispuesto, pero lo que encontré en Santa Croce fue burla y el único síndrome que me envolvió fue el de un profundo cabreo. Un cabreo justificado, porque después de esperar más de una hora y pagar veinte euros con la ilusión de entrar en un habitáculo de belleza insuperable, el interior de la Iglesia era un andamio en toda su extensión, con maderas y serradoras en el altar mayor y lienzos que protegían las capillas interiores. Santa Croce estaba en obras de rehabilitación, pero eso no impedía a los caraduras que la administran, cobrar una entrada para que pudiéramos contemplar la sin par belleza de los andamios, el plástico negro colgado del techo y aserrín en las lápidas funerarias de su solería.
Me olvidé de Stendhal y de su síndrome, aunque días después, en la Galería Borghese de Roma, sentí algo muy parecido ante el grupo escultórico de “Pluto y Proserpina”, “Apolo y Dafne”, “Eneas y Anquises”… Bernini, me compensaba por la bofetada de Santa Croce y me animaba para insistir en la búsqueda de algo superior a lo sencillamente bello… Bernini me reconcilió con una Roma abandonada que vive de un pasado que no cuida, de truhanes, tahúres y trapisondas, porque ante su obra yo también sentí el pálpito de los sobrenatural, sin llegar al síndrome de Stendhal.
Lo he encontrado hace unos días en la basílica de la Sagrada Familia, de Barcelona. Concluido su interior, no me extraña que el Papa se emocionara al entrar en ella, porque emoción es lo mínimo que se puede sentir al contemplar algo tan grande, tan original y tan sublime. No voy a descubrir aquí la originalidad arquitectónica de Gaudí, pero creo que lo conocido hasta ahora no tiene nada que ver con la apoteosis inconmensurable del interior de La Sagrada Familia. Si el espíritu de Stendhal puede leerme, que se olvide Santa Croce y se de una vuelta por las columnas arborescentes que Gaudí ha sembrado en su basílica, que se pare en las dos fachadas concluidas y que contemple la luz atenuada y bosquecina de su interior. ¡Y sin salir de España!
Aún a riesgo de propiciar alguna sonrisa condescendiente, confieso que seguí los pasos de Stendhal y buscando su síndrome, visité la Iglesia de Santa Croce en una situación muy similar a la suya, un día lluvioso de mediados de noviembre, al atardecer y con el ánimo predispuesto, pero lo que encontré en Santa Croce fue burla y el único síndrome que me envolvió fue el de un profundo cabreo. Un cabreo justificado, porque después de esperar más de una hora y pagar veinte euros con la ilusión de entrar en un habitáculo de belleza insuperable, el interior de la Iglesia era un andamio en toda su extensión, con maderas y serradoras en el altar mayor y lienzos que protegían las capillas interiores. Santa Croce estaba en obras de rehabilitación, pero eso no impedía a los caraduras que la administran, cobrar una entrada para que pudiéramos contemplar la sin par belleza de los andamios, el plástico negro colgado del techo y aserrín en las lápidas funerarias de su solería.
Me olvidé de Stendhal y de su síndrome, aunque días después, en la Galería Borghese de Roma, sentí algo muy parecido ante el grupo escultórico de “Pluto y Proserpina”, “Apolo y Dafne”, “Eneas y Anquises”… Bernini, me compensaba por la bofetada de Santa Croce y me animaba para insistir en la búsqueda de algo superior a lo sencillamente bello… Bernini me reconcilió con una Roma abandonada que vive de un pasado que no cuida, de truhanes, tahúres y trapisondas, porque ante su obra yo también sentí el pálpito de los sobrenatural, sin llegar al síndrome de Stendhal.
Lo he encontrado hace unos días en la basílica de la Sagrada Familia, de Barcelona. Concluido su interior, no me extraña que el Papa se emocionara al entrar en ella, porque emoción es lo mínimo que se puede sentir al contemplar algo tan grande, tan original y tan sublime. No voy a descubrir aquí la originalidad arquitectónica de Gaudí, pero creo que lo conocido hasta ahora no tiene nada que ver con la apoteosis inconmensurable del interior de La Sagrada Familia. Si el espíritu de Stendhal puede leerme, que se olvide Santa Croce y se de una vuelta por las columnas arborescentes que Gaudí ha sembrado en su basílica, que se pare en las dos fachadas concluidas y que contemple la luz atenuada y bosquecina de su interior. ¡Y sin salir de España!
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