El miércoles pasado se cumplió el trigésimo aniversario de la muerte de John Lennon. Cerca del edificio Dakota de Nueva York, donde fue asesinado, hay una óptica que, con el reclamo de una fotografía suya, en blanco y negro, luciendo sus gafas redondas, lleva treinta años vendiendo miles de monturas. Las compran sin cristales, para guardarlas o para adaptarlas, y en algunos momentos incluso se forman colas. Al rebufo de la oportunidad, también hay “manteros” que venden gafas redondas con los cristales rotos, como símbolo de su muerte. Han quitado la señal donde cayó acribillado, pero el lugar permanece en la memoria colectiva y es frecuente ver a gente mirando el suelo, guiada por la indicación complaciente de los porteros del edificio. Se santiguan mirando el asfalto, escriben sobre el y se agachan para acariciarlo. Allí, delante de aquella “nada” yo he visto a gente llorar.
Atravesando la calle, en el lado más cercano al Central Park, por donde solía pasear, le han dedicado un rincón como homenaje permanente, un sencillo promontorio circular en el suelo, con arabescos, coronado con la leyenda “Imagine” y rodeado de bancos, rosales y setos. Por allí pasa una media de tres mil personas diarias, que depositan sobre el medallón flores, cartas, poemas y pensamientos. Yo dejé una rosa blanca y cogí otra, roja, de tallo largo, que llevaba un papelito atado con un hilo dorado: “I still love you” (te sigo queriendo), firmado con un beso de carmín morado. Algunos dejan sus guitarras, flautas, violines… mientras rezan o meditan, para buscar el contagio de una inspiración que no se sabe si alguna vez llegó a alguien. Los más, hacen y se hacen fotos y acarician el túmulo, visiblemente emocionados. El mito se ha desperezado y Lennon sigue vivo en su obra, en su iconografía e incluso en el recuerdo de muchos que nacieron después de su muerte.
En ese rincón del Central Park abundan las ardillas que, según dicen, gustaban mucho a Lennon, y la gente las señalan, las filman, las fotografían y ríen sus correrías porque ven en ellas la independencia del autor de “Imagine”. Allí, por riguroso orden de inscripción, hay siempre grupos y solistas, interpretando canciones de Lennon y de los Beatles. A veces el concierto por relevos ocupa todas las horas del día y la gente hace un círculo y tararean la canción cogidas del brazo. Por la noche encienden mecheros y velas y hasta que la policía lo impidió, había algunos que dormían allí, con la pretensión de compartir un sueño imposible con Lennon.
El mitómano que lo mató de dos disparos de revólver –no seré yo el que escriba su nombre- era muy consciente de que asesinaba a un mito, por eso cuando el portero del Dakota le gritó “¿sabes lo que has hecho?”, se limitó a sonreír: “Si, acabo de matar a Jhon Lennon”. Como la de Gardel, la de Elvis o Sinatra su voz suena cada día un poco mejor. “No llegaremos lejos, o morimos en un accidente de aviación, o nos mata algún loco”, vaticinó el propio Lennon. No pasó de los cuarenta.
Atravesando la calle, en el lado más cercano al Central Park, por donde solía pasear, le han dedicado un rincón como homenaje permanente, un sencillo promontorio circular en el suelo, con arabescos, coronado con la leyenda “Imagine” y rodeado de bancos, rosales y setos. Por allí pasa una media de tres mil personas diarias, que depositan sobre el medallón flores, cartas, poemas y pensamientos. Yo dejé una rosa blanca y cogí otra, roja, de tallo largo, que llevaba un papelito atado con un hilo dorado: “I still love you” (te sigo queriendo), firmado con un beso de carmín morado. Algunos dejan sus guitarras, flautas, violines… mientras rezan o meditan, para buscar el contagio de una inspiración que no se sabe si alguna vez llegó a alguien. Los más, hacen y se hacen fotos y acarician el túmulo, visiblemente emocionados. El mito se ha desperezado y Lennon sigue vivo en su obra, en su iconografía e incluso en el recuerdo de muchos que nacieron después de su muerte.
En ese rincón del Central Park abundan las ardillas que, según dicen, gustaban mucho a Lennon, y la gente las señalan, las filman, las fotografían y ríen sus correrías porque ven en ellas la independencia del autor de “Imagine”. Allí, por riguroso orden de inscripción, hay siempre grupos y solistas, interpretando canciones de Lennon y de los Beatles. A veces el concierto por relevos ocupa todas las horas del día y la gente hace un círculo y tararean la canción cogidas del brazo. Por la noche encienden mecheros y velas y hasta que la policía lo impidió, había algunos que dormían allí, con la pretensión de compartir un sueño imposible con Lennon.
El mitómano que lo mató de dos disparos de revólver –no seré yo el que escriba su nombre- era muy consciente de que asesinaba a un mito, por eso cuando el portero del Dakota le gritó “¿sabes lo que has hecho?”, se limitó a sonreír: “Si, acabo de matar a Jhon Lennon”. Como la de Gardel, la de Elvis o Sinatra su voz suena cada día un poco mejor. “No llegaremos lejos, o morimos en un accidente de aviación, o nos mata algún loco”, vaticinó el propio Lennon. No pasó de los cuarenta.
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