sábado, 22 de junio de 2024

 

Diferentes

Al salir de unos grandes almacenes sonó la alarma y, como descolgados del techo, acudieron a mi encuentro dos guardias de seguridad, mientras que me señalaban todos los ecos de la estridencia. Me conocieron o no me vieron pinta de ladroncillo porque, incluso antes de comprobar lo que llevaba en las dos bolsas, ya estaban disculpándose: «Perdone caballero, es que la alarma, a veces, salta sin motivo que lo justifique». A pesar de la prudencia con que me habían tratado, el estrépito atrajo la atención de los más cercanos, que me miraban con atención. Agobiado por aquella situación, me dispuse a enseñarles el contenido de mis bolsas, pero me lo impidieron: «No es necesario, puede marcharse y, por favor, disculpe las molestias». Así lo hice, pero, con la sensación embarazosa de «tierra, trágame», al cruzar la puerta, la alarma saltó de nuevo y como la gente seguía mirando, entré y sobre uno de los mostradores cercanos comencé a depositar el contenido de las bolsas, a pesar de que los de seguridad insistían en que no era necesario. Con casi todo el mostrador lleno, al sacar un paquete de jamón envasado, uno de ellos lo identificó como el culpable del estropicio, porque ya habían comprobado en otras ocasiones que al pasarlo por la caja no se desactivaba el código de seguridad. Para demostrarlo, cogió el paquete, lo acercó a la puerta y la alarma se disparó, pero la gente seguía mirando con mucho interés y yo me sentía culpable sin saber de qué. Aclarado todo, me marché, recibiendo toda clase de disculpas y atenciones: «Es posible que salte de nuevo cuando cruce la puerta –me dijeron–, pero no le haga caso». Efectivamente, cuando salía, volvió a saltar y los de seguridad, con una sonrisa abierta, me indicaron con las manos que siguiera.


Días después, cerca de la misma puerta y mientras compraba un cinturón, la alarma saltó y, como en mi caso, los mismos guardias de seguridad cayeron sobre la nueva víctima, una jovencita quinceañera, con pantalones vaqueros rotos y desgastados, botas militares, una mochila, dos calaveras plateadas como pendientes, un piercing en la nariz y el gesto de haber sido sorprendida «llevándose el carrito de los helados». ¿Mala pinta? No era buena.


Los guardias de seguridad la cogieron del brazo y aunque ella se resistía, la obligaron a entrar, mientras que la muchacha suplicaba angustiada «¡Yo no he robao na, yo no he robao na!». Sin delicadeza alguna, convencidos de su culpabilidad, le descolgaron la mochila y sobre el mismo mostrador donde yo deposité mis compras, uno comenzó a vaciarla, mientras el otro la sostenía agarrada fuertemente del brazo. Como en mi caso, muchos mirones, yo entre ellos, esperábamos el desenlace: un paquete grande de clínex, un desodorante de barra, sal, nueces y… ¡el dichoso jamón envasado! Todo con su correspondiente justificante de compra. La muchacha lloraba avergonzada y ante la evidencia del nuevo error, el guardia que la sujetaba del brazo la soltó, mientras su compañero comenzó a meter precipitadamente en la mochila todo lo que había sacado, sin consentimiento de la víctima. Ni una disculpa, ni una justificación, ni una explicación. Nada, mientras que la muchacha seguía llorando, evidentemente avergonzada. Un tardío «tranquila, no llores, posiblemente haya sido un error». ¿Posiblemente? Eso fue todo.

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