sábado, 11 de mayo de 2024


 

La calma del encinar

LA COLONOSCOPIA, SEGUNDA PARTE

                     Tomás Martín Tamayo

 

  He vuelto a pasar por el trance de la colonoscopia, que me ha servido para comprobar que, después de quince años, el protocolo establecido para efectuarla apenas ha cambiado. Parece demostrado que la colonoscopia es la mejor prueba para adelantar un diagnóstico precoz del cáncer colorrectal y que si pasados los sesenta años, todos nos sometiéramos a ella, el cáncer de colon se reduciría considerablemente. El problema es que, según dicen, sería muy costoso para el sistema, aún sabiendo que el gasto que supone el desarrollo de la enfermedad es muy superior al de la prueba que podría detectarla. Pero no voy a seguir por estos derroteros, porque de lo que yo quiero hablar es de la cara que no recogen las estadísticas.

 La colonoscopia es una prueba clínica que consiste, que los especialistas del ramo me perdonen, en meterte una cámara por el culo y recorrer con ella los intestinos, en busca de pólipos y otras adherencias. La cámara le enseña al especialista, en vivo y en directo, cada centímetro de la autopista intestinal y además de señalar los baches, fija su localización para que la brigada de mantenimiento los retire de inmediato. Es algo físicamente inocuo, porque incluso lo hacen con sedación y el paciente no se entera de nada, excepto de los antecedentes y de los consecuentes, a los que hay que sobreponerse para olvidarlos de inmediato. Yo lo escribo como terapia liberadora. Intentaré explicarme, aunque el bochorno todavía me acompaña y confieso que, cuando he visto a la enfermera por la calle, me ha cambiado de acera.

Los previos exigen una limpieza total del intestino, con lo que, durante días hay que evitar la ingesta de frutas, verduras, fibras… Doce horas antes comienzas a ingerir un potingue que hace que te vayas de vareta, un mínimo de veinte veces. ¿Me siguen? Dan ganas de irte a vivir al baño, por el riesgo cierto de no llegar a tiempo en una de las urgencias. Superados los trámites burocráticos, llega la hora de la verdad y te llaman por un altavoz atronador, de tal forma que, cuando te levantas, todos te miran con algo de conmiseración. Una enfermera te coge del brazo, yo creo que para que no te escapes, y te guía a una habitación en la que otra te recibe con una sonrisa amable, pero que yo traduje en un “te vas a enterar”. Abre un armario y te pide que te desnudes. Lo haces mientras ella permanece a tu lado y, cuando estás en pelota viva, te ofrece una mini bata verde, abierta por atrás, que no cubre las rodillas. Con ese traje de faena te guía hasta una sala donde permaneces de pie, con patucos de plástico verde, en minifalda y con el culo al aire. Si alguien hizo foto, me iré de Europa, porque una imagen así acaba con todas las dignidades.

Unas palmaditas en la cara te sacan de un sopor placentero: “¡Vamos, ya está todo!”. Con una media cogorza, te guían hasta un pasillo transitado y te invitan a que ventosees todo lo que puedas… “¿Aquí? Si, claro, es conveniente que expulses el aire”. Yo compartí pasillo con un señor, auténtico experto, que se inclinaba hacia un lado para gratificarme con su particular tamborada, mientras me invitaba a hacer lo propio: “¡No se cohíba, es mano de santo!”. ¿La colonoscopia? Todo bien que, según me dicen, es lo importante.

 

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