La calma del encinar
LA COLONOSCOPIA, SEGUNDA PARTE
Tomás Martín Tamayo
He vuelto a pasar por el trance de la colonoscopia, que me ha servido para
comprobar que, después de quince años, el protocolo establecido para efectuarla
apenas ha cambiado. Parece demostrado que la colonoscopia es la mejor prueba
para adelantar un diagnóstico precoz del cáncer colorrectal y que si pasados
los sesenta años, todos nos sometiéramos a ella, el cáncer de colon se
reduciría considerablemente. El problema es que, según dicen, sería muy costoso
para el sistema, aún sabiendo que el gasto que supone el desarrollo de la
enfermedad es muy superior al de la prueba que podría detectarla. Pero no voy a
seguir por estos derroteros, porque de lo que yo quiero hablar es de la cara
que no recogen las estadísticas.
La colonoscopia es una prueba
clínica que consiste, que los especialistas del ramo me perdonen, en meterte
una cámara por el culo y recorrer con ella los intestinos, en busca de pólipos
y otras adherencias. La cámara le enseña al especialista, en vivo y en directo,
cada centímetro de la autopista intestinal y además de señalar los baches, fija
su localización para que la brigada de mantenimiento los retire de inmediato.
Es algo físicamente inocuo, porque incluso lo hacen con sedación y el paciente
no se entera de nada, excepto de los antecedentes y de los consecuentes, a los
que hay que sobreponerse para olvidarlos de inmediato. Yo lo escribo como
terapia liberadora. Intentaré explicarme, aunque el bochorno todavía me
acompaña y confieso que, cuando he visto a la enfermera por la calle, me ha
cambiado de acera.
Los previos exigen una limpieza total del intestino, con lo que, durante días
hay que evitar la ingesta de frutas, verduras, fibras… Doce horas antes
comienzas a ingerir un potingue que hace que te vayas de vareta, un mínimo de
veinte veces. ¿Me siguen? Dan ganas de irte a vivir al baño, por el riesgo
cierto de no llegar a tiempo en una de las urgencias. Superados los trámites
burocráticos, llega la hora de la verdad y te llaman por un altavoz atronador,
de tal forma que, cuando te levantas, todos te miran con algo de conmiseración.
Una enfermera te coge del brazo, yo creo que para que no te escapes, y te guía
a una habitación en la que otra te recibe con una sonrisa amable, pero que yo
traduje en un “te vas a enterar”. Abre un armario y te pide que te desnudes. Lo
haces mientras ella permanece a tu lado y, cuando estás en pelota viva, te
ofrece una mini bata verde, abierta por atrás, que no cubre las rodillas. Con
ese traje de faena te guía hasta una sala donde permaneces de pie, con patucos
de plástico verde, en minifalda y con el culo al aire. Si alguien hizo foto, me
iré de Europa, porque una imagen así acaba con todas las dignidades.
Unas palmaditas en la cara te sacan de un sopor placentero: “¡Vamos, ya está
todo!”. Con una media cogorza, te guían hasta un pasillo transitado y te
invitan a que ventosees todo lo que puedas… “¿Aquí? Si, claro, es conveniente
que expulses el aire”. Yo compartí pasillo con un señor, auténtico experto, que
se inclinaba hacia un lado para gratificarme con su particular tamborada,
mientras me invitaba a hacer lo propio: “¡No se cohíba, es mano de santo!”. ¿La
colonoscopia? Todo bien que, según me dicen, es lo importante.
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