La calma del encinar/La ventana indiscreta (HOY y NORTE de CASTILLA)
TONTOS, PLASTAS E IMPERTINENTES
Tomás Martín Tamayo
Los tontos ocupan mucho lugar porque, aunque sean
pequeñitos, son capaces de parir sandeces gigantescas, que tienen mucho
recorrido y se esparcen como aceite sobre cristal. Son peligrosos, aunque
parezcan inofensivos, porque más allá del tiempo que se pierde con ellos, está
el que nos ocupan hasta que la bobada se diluye
Por alguna extraña
confluencia astral, yo atraigo a los tontos. Lo sé. Lo tengo comprobado y me lo
dicen mis hijos y mis amigos. Si en un salón con cien personas hay un tonto, me
elige a mí. Se acerca, me excluye, me acapara y con sus bobadas o con un
interrogatorio pelón, me usa para un desahogo que no tiene principio ni fin.
Atraigo a los tontos, es mi sino. Con ellos me pasa como con los carritos de la
compra que, aunque haya cien esperando, coja el que coja, siempre cojo el cojo,
el que gira o el que se empeña en no devolver la moneda.
Una noche quedé en un
bar con un amigo y, durante la espera, se me acercó un moscardón de pelo largo,
ensortijado y posiblemente achispado: “Un nuevo vecino del barrio”, dijo, como
exhibiendo una llave maestra de esas que abren todas las puertas. El tipo me
preguntó por lo que estaba tomando, cogió el libro que había dejado sobre la
mesa, me recordó algunas cosas que dije en el paleolítico y que para los tontos
no prescriben nunca. Cuando resignado, porque de noche había encontrado al
tonto del día, opté por el silencio, entró de lleno en la prospección
psicológica a la que tan aficionados son los tontos, para decirme que siempre
iba solo y amargado, que era triste y de pocos amigos, que mi gesto era altivo
y que me tenía catalogado como una persona de derechas, del PP o de VOX, porque
eso del centro es un invento… La persona que esperaba… ¡por fin llegó! Me
llevaba una bolsa con unas botellas de vino y el muy tipo quiso saber lo que
contenía, de dónde era el vino… Y contrariado porque le dije que teníamos que
hablar a solas, se alejó un poco, sin dejar de mirar. Si fuera una excepción no
lo contaba, pero creo que estos abejorros no solo me abordan a mí, que andan
sueltos para que, soportándolos, nos ganemos un pase al cielo.
Cuando se está en la vida pública e incluso en la vida
profesional, hay que pagar peajes de este tipo, porque uno, entre otras
obligaciones, tiene que soportar el envite de plastas impertinentes que se
permiten el abordaje en cualquier lugar. Me estoy refiriendo, claro, a lo que
soportan cantantes, famosos, actores o gente del “cuore”, que tienen que vivir
con las persianas bajadas, los cristales del coche tintados y salir casi
disfrazados para comprar unos chicles en la gasolinera. Ellos, aunque tengan
derecho a una privacidad que se les niega, de alguna forma son parte del
engranaje y viven de él. Pero ¿y los que estamos fuera de ese patatal? ¿También
hemos perdido la privacidad porque tuvimos una actividad pública, por escribir
un libro o en un periódico? A veces, ser cortante y tempranero es el recurso
más eficaz, porque los tontos tienen roto el radar para captar las señales.
Tengo que practicar lo de “¡Váyase al carajo, tío plasta!”.
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