sábado, 4 de febrero de 2023

 

La calma del encinar/La ventana indiscreta (HOY y NORTE de CASTILLA)

TONTOS, PLASTAS E IMPERTINENTES

 

                    Tomás Martín Tamayo

 

Los tontos ocupan mucho lugar porque, aunque sean pequeñitos, son capaces de parir sandeces gigantescas, que tienen mucho recorrido y se esparcen como aceite sobre cristal. Son peligrosos, aunque parezcan inofensivos, porque más allá del tiempo que se pierde con ellos, está el que nos ocupan hasta que la bobada se diluye

  Por alguna extraña confluencia astral, yo atraigo a los tontos. Lo sé. Lo tengo comprobado y me lo dicen mis hijos y mis amigos. Si en un salón con cien personas hay un tonto, me elige a mí. Se acerca, me excluye, me acapara y con sus bobadas o con un interrogatorio pelón, me usa para un desahogo que no tiene principio ni fin. Atraigo a los tontos, es mi sino. Con ellos me pasa como con los carritos de la compra que, aunque haya cien esperando, coja el que coja, siempre cojo el cojo, el que gira o el que se empeña en no devolver la moneda.

 Una noche quedé en un bar con un amigo y, durante la espera, se me acercó un moscardón de pelo largo, ensortijado y posiblemente achispado: “Un nuevo vecino del barrio”, dijo, como exhibiendo una llave maestra de esas que abren todas las puertas. El tipo me preguntó por lo que estaba tomando, cogió el libro que había dejado sobre la mesa, me recordó algunas cosas que dije en el paleolítico y que para los tontos no prescriben nunca. Cuando resignado, porque de noche había encontrado al tonto del día, opté por el silencio, entró de lleno en la prospección psicológica a la que tan aficionados son los tontos, para decirme que siempre iba solo y amargado, que era triste y de pocos amigos, que mi gesto era altivo y que me tenía catalogado como una persona de derechas, del PP o de VOX, porque eso del centro es un invento… La persona que esperaba… ¡por fin llegó! Me llevaba una bolsa con unas botellas de vino y el muy tipo quiso saber lo que contenía, de dónde era el vino… Y contrariado porque le dije que teníamos que hablar a solas, se alejó un poco, sin dejar de mirar. Si fuera una excepción no lo contaba, pero creo que estos abejorros no solo me abordan a mí, que andan sueltos para que, soportándolos, nos ganemos un pase al cielo.

 
Cuando se está en la vida pública e incluso en la vida profesional, hay que pagar peajes de este tipo, porque uno, entre otras obligaciones, tiene que soportar el envite de plastas impertinentes que se permiten el abordaje en cualquier lugar. Me estoy refiriendo, claro, a lo que soportan cantantes, famosos, actores o gente del “cuore”, que tienen que vivir con las persianas bajadas, los cristales del coche tintados y salir casi disfrazados para comprar unos chicles en la gasolinera. Ellos, aunque tengan derecho a una privacidad que se les niega, de alguna forma son parte del engranaje y viven de él. Pero ¿y los que estamos fuera de ese patatal? ¿También hemos perdido la privacidad porque tuvimos una actividad pública, por escribir un libro o en un periódico? A veces, ser cortante y tempranero es el recurso más eficaz, porque los tontos tienen roto el radar para captar las señales. Tengo que practicar lo de “¡Váyase al carajo, tío plasta!”.

 

 

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