sábado, 10 de diciembre de 2022

Publicado en HOY y NORTE de CASTILLA

 

La ventana indiscreta/ La calma del encinar

EL DESCONCIERTO DE LAS CINCO

                           

                                             Tomás Martín Tamayo

 

El desconcierto comenzaba puntual, a las cinco en punto de cada tarde. Las notas sueltas de un piano se expandían por la calle, con un insoportable machaqueo, zarandeando el sopor sestero de un septiembre tórrido. Graves, agudas, graves, agudas…Era como si un pianista sordo y ciego, fuera también manco y golpeara las teclas con los muñones. Aquella cadencia repetitiva acortaba distancias, superaba persianas y atravesaba ventanas, invadiendo nuestra intimidad con un descaro estridente. Como un tambor que rompe el silencio del encinar, ahuyenta a los gorriones y calla a las cigarras, llegaban los quejidos de aquellas teclas torturadas. No eran armoniosos, en ellos no había cadencia musical y estaba seguro de que tampoco obedecían al rigor de un pentagrama. ¿Qué era, a quién llamaban? Agudas, graves, agudas, graves…

 Aunque en un principio me resultaron molestos, me fui familiarizando con la cotidiana puntualidad de los sonidos y cuando dejé de oírlos, comencé a escucharlos. Por la repetición, en los tiempos y sobre todo en la intensidad llegué a la conclusión de que en aquella algarabía sonora había un mensaje. ¿Palabras entrecortadas, un SOS que quedaba subsumido en la confusión del ruido aparente? ¿Qué escondía el desconcierto de las cinco? Mi imaginación desplegó alas y, descartada la posibilidad de algún compositor experimental, busqué coincidencias en los intervalos, intentando descifrar el discurso de lamentos, esparcido sobre la calima asfixiante la tarde.

 Alguna vez, si estaba fuera, me apresuraba para no perder el alarido de aquellas notas que me buscaban y empeñado en descifrar el misterioso mensaje, hice gráficos, establecí coordenadas, grabé distorsiones dentro de la distorsión general… Aquello se convirtió en una pesadilla que me ocupaba porque, aunque no entendía el mensaje, sabía que allí había un grito envuelto en claves de lamentos, consignas ocultas en los sonidos para que yo las atendiera. Agudas, graves, agudas, graves.

 Tras una enrevesada selección, descartando muchas posibilidades, llegué a la conclusión de que la intérprete era una joven, sola y ciega, que compartía su soledad dejando en libertad aquellas notas arrancadas a un piano desafinado. La veía en la oscuridad de su entorno y de su vida, sentada en un taburete de terciopelo, rojo y descolorido, con el color del abismo que habita en la mirada ausente de los ciegos. Inclinada sobre un piano al que transmitía los quejidos que le brotaban del alma, intentando compartir, con aquellas notas sueltas, su mundo de tinieblas. Sin apenas entender algo, creí entenderlo todo y me solidaricé con ella. Quería ofrecerle mi mano y mi hombro, sentarme a su lado en el taburete, compartir sus sentimientos y vivencias, convencido de que aquellas notas brotaban de un corazón cansado, un “tam-tam” selvático que se desperezaba a la cinco en punto de cada tarde. Para entenderla mejor llegué a caminar con los ojos cerrados, intentando que la visión no ocultara ninguno de sus latidos y con las manos sobre el cristal de la ventana, acompasaba mi golpeteo con la cadencia de cada nota.

 Las notas sueltas enmudecieron una tarde y yo las esperé durante tres días, lleno de incertidumbre y malos presagios. Al cuarto día oí un murmullo en la calle y me asomé al balcón. Dos portales más arriba, una ambulancia, con la luz giratoria y el vientre abierto, esperaba en la puerta. A las cinco en punto de la tarde, en una camilla sacaron a alguien y las notas que permanecían en mi pecho se aceleraron, mientras se hacía distante el ulular de la sirena.

 Sintiendo dentro de mí las notas enmudecidas, baje a preguntar: ¿Es la niña ciega? “¿Ciega? ¡No, no es niña ni es ciega! Es un prestigioso pianista que, hace años, durante un concierto, sufrió un derrame cerebral… Desde entonces, todas las tardes lo vestían con su frac, la camisa impoluta, la pajarita…Lo sentaban delante del piano y hasta le pasaban las hojas de la partitura, porque él quería acabar el concierto”.

 

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