sábado, 26 de noviembre de 2022

Publicado en HOY y NORTE DE CASTILLA

 


La calma del encinar/La ventana indiscreta

ESPECIAL

                        Tomás Martín Tamayo

 

Llegó al colegio marcado con las siglas “Esp.SD” en su expediente y a todos les incomodó aceptar, en la normalidad rutinaria del centro, a alguien “especial” y con exigencias diferentes. No era un niño más y eso resultaba visible y molesto, porque cambiaba el paso a lo cotidiano y todos miraron con recelo su presencia. El alumnado también. Estaban expectantes y en los primeros días el vacío fue total, pero enseguida bajaron la guardia para aceptar a la ráfaga que les había llegado y para la que eran inútiles las malas caras o los desplantes. Algunos padres mostraron abiertamente su oposición, convencidos de que alguien así iba a entorpecer el “progresa adecuadamente” de sus hijos y porque aquel no era un colegio para “tontitos”. El marcado síndrome de Down de Ito (Ito de Angelito) incluso rompía la estética del colegio y lo aceptaron como se aceptan las imposiciones “esto son lentejas”, que no pueden evitarse.

 

Por aquellos días nadie podía imaginar que, en apenas dos cursos, tras la muerte de Ito, todos llevarían crespones negros en sus corazones y el patio quedara desierto. Ito llegó y no se detuvo. No vio frío ni calor, nada vacío, nada lleno. Fue él desde el primer segundo, hizo suyo el colegio, abrazó al que se puso a su alcance, festejó los goles de todos y captó la atención del profesorado, porque demostró, con la fuerza de los hechos, que su verdadera “especialidad” era la alegría desbordante, la vitalidad contagiosa, la sonrisa permanente y la capacidad ilimitada para querer y ser querido. Ito no daba alternativas, se le quería o se le quería.

 

Era un torbellino que se distraía en clase, que no “progresaba adecuadamente”, pero capitaneaba el patio, los pasillos, las entradas y salidas. Daba patadones al primer balón que se pusiera a su alcance e interrumpía el juego cuando quería, porque él no jugaba contra nadie. Si hacían equipos eran once contra once, pero dejaban a Ito para que jugara como quisiera, porque él, por ser de todos, no era de nadie y lo mismo apuntaba hacia una portería que a la contraria.

 

Tenía la extraña habilidad de coger avispas por las alas y amenazarlos a todos con su desbordante sonrisa: “¡Que te apica, que te apica, que te apica!”. Era el dueño de la manguera y los mojaba, se saltaba las filas, se sentaba con quien quería y a todos les regalaba sus cuadros, una hoja de cuaderno en el que había dibujado el seis y el cuatro, la cara de tu retrato. Muy especial, sí, tan especial que disputaban su asistencia en santos, cumpleaños, festividades, primeras comuniones, porque sin él todo quedaba aburrido, sin pellizco y deslucido.

 

Pero el lucerillo gratificante y ciertamente especial que iluminaba la vida del colegio, se apagó en un accidente que no se pudo evitar. Un balón sobrepasó la verja metálica del patio y en su carrera hacia todas partes, Ito saltó la valla y sin que pudieran reaccionar para impedirlo, se descolgó tras el balón por la parte exterior, ante la mirada atónita de todos. A su altura, como salido del averno, apareció un camión negro, grande, hambriento y apagó la sonrisa de aquel angelote… Cuando lo recogieron, entre las ruedas, todavía tenía en sus manos el balón: ¡Lo parao, lo parao, ha sio un paradón, lo parao!

 

 

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