sábado, 30 de abril de 2022

 


La ventana indiscreta/La calma del encinar

PUTIN Y  MAQUIAVELO

 

                                     Tomás Martín Tamayo

 

Maquiavelo, en “El Príncipe”, dice: “Hay tres modos de conservar un estado que, antes de ser conquistado, estaba acostumbrado a regirse por sus propias leyes y a vivir en libertad:  primero, destruirlo; después asentarse en él; por último, dejarlo regir por sus propias leyes, obligarlo a pagar tributos y establecer en él un gobierno que se encargue de velar por la conquista”. Blanco y en botella. Dicen que la formación de Putin es muy básica, que desconoce incluso a los clásicos de la literatura rusa, que aborrece el cine, la música y el teatro y que, más allá de las técnicas del espionaje y el control de las emociones, su fuerte es la ambición, la osadía, la falta de empatía y, sobre todo, conocer todos los laberintos de las cloacas políticas. Para ser lo que es y hacer lo que está haciendo no necesita más. Sobre esta base, no creo que Putin haya leído “El Principito”, pero parece evidente que es un fervoroso seguidor de Maquiavelo y que “El príncipe” es su libro de cabecera.

 

 Biden, Macrón, Scholz, Metsola, Stoltenberg… y el mismo Zelenski cuentan con analistas, empeñados en adelantarse el supuesto deambular errático de genocida ruso, pero, hasta ahora, todo lo que ha hecho, en su afán imperialista para reagrupar la extinta URSS, sigue el manual que Maquiavelo escribió para Lorenzo de Médicis. Llegó siguiendo las enseñanzas de “El Príncipe”, al que se ha referido con frecuencia, aniquilando todos los obstáculos que se interponían a su propósito. Con seguridad despojó el camino de impedimentos y, sin reparar en los procedimientos, sembró la inseguridad en los mismos que le rodeaban. Cimentó su hegemonía sobre un nutrido grupo de oligarcas que, sin disputarle el poder, se nutren de su néctar. Los discrepantes ya no pueden contarlo, fueron néctar para las malvas.

 

Como indicaba Maquiavelo, Putin reparte, pero no comparte y para mantener el dominio absoluto, alienta la desconfianza entre los que le rodean, es dueño de todas las instituciones y prescinde de sutilezas, dudas y debilidades, algo para lo que le formaron en el KGB, que llegó a dirigir. Además, conoce al enemigo, EE. UU, OTAN, EU… y sabe de la limitación y lentitud en la respuesta, mientras que su ofensiva puede concluirse con un chasquear de dedos. Los autócratas ahorran mucho tiempo, porque prefieren los atroches a los procedimientos.

 

En “El Príncipe” se desaconseja la quietud porque anquilosa y alienta el desperezo de la rebeldía, por eso propone acciones arriesgadas y novedosas, capaces de despertar la sorpresa y el temor en los situados y la esperanza en los pretendientes. Lo bueno es que nadie se sienta seguro fuera del paraguas del poder. Putin lo ejerce y sigue el consejo: “Un príncipe jamás debe dejar de ocuparse del arte militar y durante la paz debe ejercitarse más en el arte de la guerra”.

 

Salvo la exigencia del tiempo y adaptándose siempre a la respuesta de los países invadidos, lo que Putin está haciendo en Ucrania es una suma y sigue de lo que ya hizo en Bielorrusia, Chechenia, Crimea o Georgia. Donde encontró resistencia entró a saco para destruirlo y donde le pusieron alfombras, impuso un gobierno de pantomima, para que siguiera sus designios, saltándose el paso inicial de la destrucción, pero amenazando siempre con ella.

 

¿Es previsible Putin? En “El Príncipe”, desde 1513, está su doctrina. De nada.

 

 

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