La ventana indiscreta
VALOR Y PRECIO
Tomás Martín Tamayo
Me
gusta el vino y disfruto siguiendo el ceremonial para descorchar una buena
botella. Entré en su mundo en Córdoba, medio siglo atrás, en las “sociedades de
plateros” que solían organizar cursos, charlas y catas para los que queríamos
traspasar el umbral de sus misterios. Lo he estudiado, he leído guías, he
visitado bodegas y seguido su elaboración desde la cepa hasta la oscuridad y el silencio
de los conos donde dormita su madurez. Después
de tantos años, pocas borracheras y mucho vino, no paso de la categoría de
iniciado, pero sé algo entre la mayoría, que no sabe nada. El vino es un mundo
inabarcable en el que muchos chapotean
con trucos para los ingenuos que se prestan a sus juegos olfativos. Incluso
conozco a uno que se pasea por el mundo como si lo hubiera inventado él… ¡Hace
8.000 años! Al respecto, al final les contaré un chiste muy conocido en el
sector.
Ver
la bodega de Atrio es como visitar un museo y entiendo el dolor y la
perplejidad de sus propietarios al contemplar vacíos esos espacios en los que
dormitaban las 45 botellas, con sus etiquetas... ¿Solo botellas y
etiquetas? Del vino que contienen me parece temerario hablar porque nadie sabe
de los duendes que lo habitan. Un vino de 215 años posiblemente no sirva ni
para aliñar una ensalada y aunque se ha señalado un precio de 350.000 euros
para alguna de ellas, no creo que nadie con dos neuronas pida que se la
descorchen. Mejor un “garrafón” o de tetrabrik. Sería como encenderse un puro con una
partitura original de Mozart. Esos tapones, aunque se hayan cambiado, guardan
el secreto de cada botella, que es lo que vale. Ese precio, más de dos millones
de euros por las 45 botellas robadas, solo lo tiene la nada, que posiblemente
es lo que contienen. Pero bien está, si se sabe distinguir entre valor y
precio.
Este
pasado verano, en la práctica he comprobado lo que en teoría ya sabía. Mi hijo,
que a buena hora se ha pasado de la cola al buen vino, me pidió que descorchara
una botella, de las más de cien que guardaba con esmero. ¡Qué fiasco! Después
de abrir once me rendí y tuve que recurrir a las añadas más recientes, porque
los tapones se deshacían o el vino estaba adulterado. Llegué a descorchar un
rioja de 1973, año en el que nació mi hijo, que no servía ni para aderezar unos
boquerones. El talón de Aquiles de las botellas está en los corchos, a los que
se les daba un tratamiento tan precario que apenas superaban los diez años de
consistencia. Hoy, un conocedor del corcho como Jorge Gruart, sin afinar mucho
porque es un hombre cauteloso, sitúa el límite en los 40 años. Es decir, que el
contenido de ese Chateau d´Yquem de 1806, es cuestionable desde 1850.
El chiste: Durante una cata ciega, los bodegueros de
una zona estaban en pugna con un experto que lo sabía todo. Uva, añada, zona,
graduación, humedad… Nada se le escapaba, por lo que quisieron tenderle una
trampa y uno de ellos le pidió a su hija que orinara en una copa, que puso a su
alcance. Este la movió, la olió, volvió a moverla, olió de nuevo y como en
trance, con los ojos cerrados, sentenció: “28 años, rubia, de la Ribera
del Duero y un poco puta”.
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