sábado, 6 de febrero de 2021

UN DOLOR SIN REMITENTE. recesión de Feliciano Correa sobre EL DOLOR CONFINADO

 

UN DOLOR SIN REMITENTE


                               Feliciano Correa

 

Hay que leer el libro de Tomás Martín Tamayo para entender o para rebelarse ante la demencia amarilla de una tragedia de asola nuestros días

 

 

Tengo ante mí el texto de Tomás Martín Tamayo escrito con sangre negra mojada en un tintero enlutado. El autor, como un sabueso de letras, ha seguido el rastro de una noticia y, tras abrir de par en par las aurículas de las averiguaciones, y hasta renunciando en parte a la pulcritud literaria, ha punzado en la diana del alma dolorida. Es lo suyo mucho más que un poema al uso, pues d

etrás de lo que a primera vista aparece, se contienen interrogantes que laceran la ignorancia. La mirada penetrante que cautiva y duda, es atrapada en la solapa por la cámara de José María Ballester, e ilustra la publicación.


Tal vez Tomás Martín Tamayo no se haya percatado que ha tocado el trigémino literario del virus, haciendo verdad lo que para los filósofos resulta irrefutable: todo lo posible, es real y sucede. He visitado varias veces Santillana del Mar, ese reducto de sal y medievo donde, la solidez románica de una colegiata del siglo XI, parece retar al calendario. Allí, un artesano que pone respiración asistida al oficio que se va, José Collado, me entregó en julio de 2002 una virgen románica que había tallado con pulso y puntería. Y en ese sitio del cuaternario hecho primor en Altamira donde madrugó el hombre, la textura húmeda y sobada de las calles me sabe a tiempo rumiado. Hasta allí ha indagado este trovador de estrofas para interpretar el soplo entrecortado de una maestra de escuela. Por ella supo que el luto se había hecho más cruel y trémulo, cuando la burocracia convierte los nombres propios en resguardos para canjear cadáveres. Algunos versos cortan tanto por su filo como por el frío que se adivina, porque «el sol languidece en retirada» y deja «las puñaladas sin brillo». En la composición, voluntariamente desasistida de rímel y bisutería, no puede disimularse «la agonía de los cuchillos». El acero invisible repica, en un pentagrama de quejas, su «grito sordo», su «duelo inesperado». Las hojas del tiempo ¡siempre el tiempo! se desploman, ante el «otoño anticipado». Y el temblor helado permanece, porque «no calienta el abrazo ausente» y, en nuestro aturdimiento, se nos desdibuja la realidad por el «vaho en los espejos».


Hay en este trallazo inmisericorde un bodegón casero. La orfandad de la casa ha marchitado los geranios, y el corazón del canario cae del alambre como se desploma un funambulista sin orquesta. El pesar luctuoso en la puesta de un sol gélido, exhala «un grito sordo». Es dramático cómo el relojero nos maneja, somos reos de su capricho, porque no tenemos al patrón en nómina. Así que cuando TMT quiere entrar en el ser y en el saber para medir los decibelios de los lamentos y catar el peso del desastre, un sonómetro de cuarzo no le sirve. Para descifrar este misterio del vivir y del morir no vale la intuición que revelan los ojos, porque se ha estropeado «el sonajero roto de tu mirada». ¡Cuántas veces hemos anhelado conocer la otra cara de la luna! y, por fin, un astronauta del abecedario nos lleva hasta «la contraportada del dolor». Tal vez allí, en alguna coquera de la página final esté la explicación de la sinrazón. ¿Por qué la luz de la mirada se desvanece, y el ingenio se borra, y por qué ya no está esa ternura que sabe a biberón y a nenuco? Nadie responde. Desde lo alto del árbol podríamos ver «la hojarasca a la deriva» pero el Génesis nos apalea cegándonos con su sentencia: «Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris».


Me resisto a aceptar ese hondo mutismo tras partir. En la colegiata de Santillana, en el silencio semioscuro revoloteando entre columnas panzudas que rememoran a Botero, me pregunté un día ¿qué hacemos aquí, qué sentido tiene la desaparición? Y como el patrón de las alturas ya no habla a los pastorcitos, tendrá razón TMT cuando, después de trastear como un minero con farol entre las grietas de una galería donde no se conjuga la lógica, viene a coronar sus pesquisas con las palabras de una hija desconsolada: «No importan, madre, las huellas, / el ayer se ha cortado de improviso/, nada parece alumbrar un amanecer/ que se ha cerrado con tu ausencia».
Para entender, o para rebelarse ante la demencia amarilla de una tragedia que asola nuestros días, no lo duden, pesen y lean.


Tengo ante mí el texto de Tomás Martín Tamayo escrito con sangre negra mojada en un tintero enlutado. El autor, como un sabueso de letras, ha seguido el rastro de una noticia y, tras abrir de par en par las aurículas de las averiguaciones, y hasta renunciando en parte a la pulcritud literaria, ha punzado en la diana del alma dolorida. Es lo suyo mucho más que un poema al uso, pues detrás de lo que a primera vista aparece, se contienen interrogantes que laceran la ignorancia. La mirada penetrante que cautiva y duda, es atrapada en la solapa por la cámara de José María Ballester, e ilustra la publicación.


Tal vez Tomás Martín Tamayo no se haya percatado que ha tocado el trigémino literario del virus, haciendo verdad lo que para los filósofos resulta irrefutable: todo lo posible, es real y sucede. He visitado varias veces Santillana del Mar, ese reducto de sal y medievo donde, la solidez románica de una colegiata del siglo XI, parece retar al calendario. Allí, un artesano que pone respiración asistida al oficio que se va, José Collado, me entregó en julio de 2002 una virgen románica que había tallado con pulso y puntería. Y en ese sitio del cuaternario hecho primor en Altamira donde madrugó el hombre, la textura húmeda y sobada de las calles me sabe a tiempo rumiado. Hasta allí ha indagado este trovador de estrofas para interpretar el soplo entrecortado de una maestra de escuela. Por ella supo que el luto se había hecho más cruel y trémulo, cuando la burocracia convierte los nombres propios en resguardos para canjear cadáveres. Algunos versos cortan tanto por su filo como por el frío que se adivina, porque «el sol languidece en retirada» y deja «las puñaladas sin brillo». En la composición, voluntariamente desasistida de rímel y bisutería, no puede disimularse «la agonía de los cuchillos». El acero invisible repica, en un pentagrama de quejas, su «grito sordo», su «duelo inesperado». Las hojas del tiempo ¡siempre el tiempo! se desploman, ante el «otoño anticipado». Y el temblor helado permanece, porque «no calienta el abrazo ausente» y, en nuestro aturdimiento, se nos desdibuja la realidad por el «vaho en los espejos».


Hay en este trallazo inmisericorde un bodegón casero. La orfandad de la casa ha marchitado los geranios, y el corazón del canario cae del alambre como se desploma un funambulista sin orquesta. El pesar luctuoso en la puesta de un sol gélido, exhala «un grito sordo». Es dramático cómo el relojero nos maneja, somos reos de su capricho, porque no tenemos al patrón en nómina. Así que cuando TMT quiere entrar en el ser y en el saber para medir los decibelios de los lamentos y catar el peso del desastre, un sonómetro de cuarzo no le sirve. Para descifrar este misterio del vivir y del morir no vale la intuición que revelan los ojos, porque se ha estropeado «el sonajero roto de tu mirada». ¡Cuántas veces hemos anhelado conocer la otra cara de la luna! y, por fin, un astronauta del abecedario nos lleva hasta «la contraportada del dolor». Tal vez allí, en alguna coquera de la página final esté la explicación de la sinrazón. ¿Por qué la luz de la mirada se desvanece, y el ingenio se borra, y por qué ya no está esa ternura que sabe a biberón y a nenuco? Nadie responde. Desde lo alto del árbol podríamos ver «la hojarasca a la deriva» pero el Génesis nos apalea cegándonos con su sentencia: «Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris».


Me resisto a aceptar ese hondo mutismo tras partir. En la colegiata de Santillana, en el silencio semioscuro revoloteando entre columnas panzudas que rememoran a Botero, me pregunté un día ¿qué hacemos aquí, qué sentido tiene la desaparición? Y como el patrón de las alturas ya no habla a los pastorcitos, tendrá razón TMT cuando, después de trastear como un minero con farol entre las grietas de una galería donde no se conjuga la lógica, viene a coronar sus pesquisas con las palabras de una hija desconsolada: «No importan, madre, las huellas, / el ayer se ha cortado de improviso/, nada parece alumbrar un amanecer/ que se ha cerrado con tu ausencia».
Para entender, o para rebelarse ante la demencia amarilla de una tragedia que asola nuestros días, no lo duden, pesen y lean.

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