UN
DOLOR SIN REMITENTE
Feliciano Correa
Hay que leer el libro de
Tomás Martín Tamayo para entender o para rebelarse ante la demencia amarilla de
una tragedia de asola nuestros días
Tengo ante mí el texto de
Tomás Martín Tamayo escrito con sangre negra mojada en un tintero enlutado. El
autor, como un sabueso de letras, ha seguido el rastro de una noticia y, tras
abrir de par en par las aurículas de las averiguaciones, y hasta renunciando en
parte a la pulcritud literaria, ha punzado en la diana del alma dolorida. Es lo
suyo mucho más que un poema al uso, pues d
T etrás de lo que a primera vista
aparece, se contienen interrogantes que laceran la ignorancia. La mirada
penetrante que cautiva y duda, es atrapada en la solapa por la cámara de José
María Ballester, e ilustra la publicación.
Tal vez Tomás Martín Tamayo no se haya percatado que ha tocado el trigémino
literario del virus, haciendo verdad lo que para los filósofos resulta
irrefutable: todo lo posible, es real y sucede. He visitado varias veces
Santillana del Mar, ese reducto de sal y medievo donde, la solidez románica de
una colegiata del siglo XI, parece retar al calendario. Allí, un artesano que
pone respiración asistida al oficio que se va, José Collado, me entregó en
julio de 2002 una virgen románica que había tallado con pulso y puntería. Y en
ese sitio del cuaternario hecho primor en Altamira donde madrugó el hombre, la
textura húmeda y sobada de las calles me sabe a tiempo rumiado. Hasta allí ha
indagado este trovador de estrofas para interpretar el soplo entrecortado de
una maestra de escuela. Por ella supo que el luto se había hecho más cruel y
trémulo, cuando la burocracia convierte los nombres propios en resguardos para
canjear cadáveres. Algunos versos cortan tanto por su filo como por el frío que
se adivina, porque «el sol languidece en retirada» y deja «las puñaladas sin
brillo». En la composición, voluntariamente desasistida de rímel y bisutería,
no puede disimularse «la agonía de los cuchillos». El acero invisible repica,
en un pentagrama de quejas, su «grito sordo», su «duelo inesperado». Las hojas
del tiempo ¡siempre el tiempo! se desploman, ante el «otoño anticipado». Y el
temblor helado permanece, porque «no calienta el abrazo ausente» y, en nuestro
aturdimiento, se nos desdibuja la realidad por el «vaho en los espejos».
Hay en este trallazo inmisericorde un bodegón casero. La orfandad de la casa ha
marchitado los geranios, y el corazón del canario cae del alambre como se
desploma un funambulista sin orquesta. El pesar luctuoso en la puesta de un sol
gélido, exhala «un grito sordo». Es dramático cómo el relojero nos maneja,
somos reos de su capricho, porque no tenemos al patrón en nómina. Así que
cuando TMT quiere entrar en el ser y en el saber para medir los decibelios de
los lamentos y catar el peso del desastre, un sonómetro de cuarzo no le sirve.
Para descifrar este misterio del vivir y del morir no vale la intuición que
revelan los ojos, porque se ha estropeado «el sonajero roto de tu mirada».
¡Cuántas veces hemos anhelado conocer la otra cara de la luna! y, por fin, un
astronauta del abecedario nos lleva hasta «la contraportada del dolor». Tal vez
allí, en alguna coquera de la página final esté la explicación de la sinrazón.
¿Por qué la luz de la mirada se desvanece, y el ingenio se borra, y por qué ya
no está esa ternura que sabe a biberón y a nenuco? Nadie responde. Desde lo
alto del árbol podríamos ver «la hojarasca a la deriva» pero el Génesis nos
apalea cegándonos con su sentencia: «Memento homo, quia pulvis es, et in
pulverem reverteris».
Me resisto a aceptar ese hondo mutismo tras partir. En la colegiata de
Santillana, en el silencio semioscuro revoloteando entre columnas panzudas que
rememoran a Botero, me pregunté un día ¿qué hacemos aquí, qué sentido tiene la
desaparición? Y como el patrón de las alturas ya no habla a los pastorcitos,
tendrá razón TMT cuando, después de trastear como un minero con farol entre las
grietas de una galería donde no se conjuga la lógica, viene a coronar sus
pesquisas con las palabras de una hija desconsolada: «No importan, madre, las
huellas, / el ayer se ha cortado de improviso/, nada parece alumbrar un
amanecer/ que se ha cerrado con tu ausencia».
Para entender, o para rebelarse ante la demencia amarilla de una tragedia que
asola nuestros días, no lo duden, pesen y lean.
Tengo ante mí el texto de Tomás Martín Tamayo escrito con sangre negra mojada
en un tintero enlutado. El autor, como un sabueso de letras, ha seguido el
rastro de una noticia y, tras abrir de par en par las aurículas de las
averiguaciones, y hasta renunciando en parte a la pulcritud literaria, ha
punzado en la diana del alma dolorida. Es lo suyo mucho más que un poema al
uso, pues detrás de lo que a primera vista aparece, se contienen interrogantes
que laceran la ignorancia. La mirada penetrante que cautiva y duda, es atrapada
en la solapa por la cámara de José María Ballester, e ilustra la publicación.
Tal vez Tomás Martín Tamayo no se haya percatado que ha tocado el trigémino
literario del virus, haciendo verdad lo que para los filósofos resulta
irrefutable: todo lo posible, es real y sucede. He visitado varias veces
Santillana del Mar, ese reducto de sal y medievo donde, la solidez románica de
una colegiata del siglo XI, parece retar al calendario. Allí, un artesano que
pone respiración asistida al oficio que se va, José Collado, me entregó en
julio de 2002 una virgen románica que había tallado con pulso y puntería. Y en
ese sitio del cuaternario hecho primor en Altamira donde madrugó el hombre, la
textura húmeda y sobada de las calles me sabe a tiempo rumiado. Hasta allí ha
indagado este trovador de estrofas para interpretar el soplo entrecortado de
una maestra de escuela. Por ella supo que el luto se había hecho más cruel y
trémulo, cuando la burocracia convierte los nombres propios en resguardos para
canjear cadáveres. Algunos versos cortan tanto por su filo como por el frío que
se adivina, porque «el sol languidece en retirada» y deja «las puñaladas sin
brillo». En la composición, voluntariamente desasistida de rímel y bisutería,
no puede disimularse «la agonía de los cuchillos». El acero invisible repica,
en un pentagrama de quejas, su «grito sordo», su «duelo inesperado». Las hojas
del tiempo ¡siempre el tiempo! se desploman, ante el «otoño anticipado». Y el
temblor helado permanece, porque «no calienta el abrazo ausente» y, en nuestro
aturdimiento, se nos desdibuja la realidad por el «vaho en los espejos».
Hay en este trallazo inmisericorde un bodegón casero. La orfandad de la casa ha
marchitado los geranios, y el corazón del canario cae del alambre como se
desploma un funambulista sin orquesta. El pesar luctuoso en la puesta de un sol
gélido, exhala «un grito sordo». Es dramático cómo el relojero nos maneja,
somos reos de su capricho, porque no tenemos al patrón en nómina. Así que cuando
TMT quiere entrar en el ser y en el saber para medir los decibelios de los
lamentos y catar el peso del desastre, un sonómetro de cuarzo no le sirve. Para
descifrar este misterio del vivir y del morir no vale la intuición que revelan
los ojos, porque se ha estropeado «el sonajero roto de tu mirada». ¡Cuántas
veces hemos anhelado conocer la otra cara de la luna! y, por fin, un astronauta
del abecedario nos lleva hasta «la contraportada del dolor». Tal vez allí, en
alguna coquera de la página final esté la explicación de la sinrazón. ¿Por qué
la luz de la mirada se desvanece, y el ingenio se borra, y por qué ya no está
esa ternura que sabe a biberón y a nenuco? Nadie responde. Desde lo alto del
árbol podríamos ver «la hojarasca a la deriva» pero el Génesis nos apalea
cegándonos con su sentencia: «Memento homo, quia pulvis es, et in pulverem
reverteris».
Me resisto a aceptar ese hondo mutismo tras partir. En la colegiata de
Santillana, en el silencio semioscuro revoloteando entre columnas panzudas que
rememoran a Botero, me pregunté un día ¿qué hacemos aquí, qué sentido tiene la
desaparición? Y como el patrón de las alturas ya no habla a los pastorcitos,
tendrá razón TMT cuando, después de trastear como un minero con farol entre las
grietas de una galería donde no se conjuga la lógica, viene a coronar sus
pesquisas con las palabras de una hija desconsolada: «No importan, madre, las
huellas, / el ayer se ha cortado de improviso/, nada parece alumbrar un
amanecer/ que se ha cerrado con tu ausencia».
Para entender, o para rebelarse ante la demencia amarilla de una tragedia que
asola nuestros días, no lo duden, pesen y lean.
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