sábado, 5 de diciembre de 2020

La calma del encinar

 

                               La calma del encinar

                               EL CANARIO MUERTO

 

                                                      Tomás Martín Tamayo

                                                      Blog Cuentos del Día a Día

                                                      tomasmartintamayo@gmail.com

 

 Al entrar en el piso de su madre,  Luisa I.H, percibió el  penetrante olor de la soledad que empujaba desde dentro. Llevaba cuatro meses cerrado  y aquel  pequeño mundo, oscuro y lleno de añoranzas,  le sobrecogía. Ella fue de las primeras afectadas por el virus, cuando apenas se conocía el alcance de su fiereza. Con fiebre   ingresó en un hospital de Santander y a los tres días pasó a  una UCI,  en la que permaneció cerca de un mes. Al volver a planta,  supo que  habían llamado, insistentemente, para decirle que su madre estaba ingresada, también por Covid,  en el Hospital de La Paz.

 

No sabía qué hacer. Débil, desorientada y sin iniciativa, apenas podía ingerir alimentos y el dolor le mordía las rodillas, los tobillos, codos y muñecas… Su madre, grave, hospitalizada en Madrid y ella en Santander… Una trabajadora social comenzó a hacer las gestiones oportunas y, pese al desconcierto  que reinaba en todos los hospitales, averiguó que la madre había fallecido. Cinco  días más  tarde supo que su cadáver  aguardaba  “destino” en el tanatorio improvisado del Palacio de Hielo y  después que, por la saturación de las funerarias, la habían enviado a Murcia, para ser incinerada… Le dieron el número con el que se identificaba el féretro.

 

LIH, después de recoger la urna con las cenizas de su madre, identificada por una pegatina  numerada, entró en el piso y, orientada por una ranura de luz, fue hacia la cortina del salón y la descorrió. Palomas y gorriones, protegidos en el dintel de la ventana, levantaron el vuelo, asustados.  En el sillón el álbum de fotos y en la mesa agujas e hilo asido a una tira inconclusa de rosas blancas, de ganchillo. En el suelo un libro, el reloj de cuerda dormido a las 12.15, el tañer lejano de una campana… Cerró los ojos y sintió el roce de las pisadas de su madre sobre la tarima…El frío le mordía los huesos.

 

 En el dormitorio, las zapatillas aparcadas en la alfombra, la almohada aplastada, con el perfil de su madre, un vaso con agua. El armario, con la ropa ordenada por estaciones y colores, le sopló un aroma dulce.

 

En la encimera de la cocina, protegido con una servilleta bordada, un plato con perrunillas y un frutero con plátanos desvaídos y peras resecas. Pulcritud en el cuarto de baño, toallas dobladas y colocadas con esmero. En la repisa de cristal,  pastillas de jabón, bastoncillos, el agua de rosas...

 

Bajo la techumbre de la terraza la jaula, con el canario muerto, consumido, plumas despeinadas, las patas agarrotadas, los ojos vacíos. El geranio y el jazmín secos, vencidos por la sed y el suelo alfombrado con lágrimas de hojarasca. El  imán, la Torre Eiffel, en el frigorífico, aprisionando una nota: leche, pimientos, harina, café. Dentro, yogures, un táper con lentejas, queso fresco y obleas para empanadillas. Las gambas que sobraron en navidades seguían en el congelador.

 

 Abrazando la urna, Luisa tiró del pomo y cerró la puerta y los ojos, hasta oír a sus espaldas el chasquido de la cerradura. Como un punto final.

 

Yo he puesto las palabras,  Luisa dictó la angustia, las evocaciones y el sentimiento. De ellos surgió  “El dolor confinado”, un poemario, finalista en el “Premio de Poesía Ciudad de Badajoz”, que saldrá en unos días.


 

 

 

 

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