La calma del
encinar
EL CANARIO MUERTO
Tomás Martín Tamayo
Blog Cuentos del Día a Día
tomasmartintamayo@gmail.com
Al entrar en el piso de su madre, Luisa I.H, percibió el penetrante olor de la soledad que empujaba desde dentro. Llevaba cuatro meses cerrado y aquel pequeño mundo, oscuro y lleno de añoranzas, le sobrecogía. Ella fue de las primeras afectadas por el virus, cuando apenas se conocía el alcance de su fiereza. Con fiebre ingresó en un hospital de Santander y a los tres días pasó a una UCI, en la que permaneció cerca de un mes. Al volver a planta, supo que habían llamado, insistentemente, para decirle que su madre estaba ingresada, también por Covid, en el Hospital de La Paz.
No sabía qué hacer. Débil, desorientada y sin iniciativa,
apenas podía ingerir alimentos y el dolor le mordía las rodillas, los tobillos,
codos y muñecas… Su madre, grave, hospitalizada en Madrid y ella en Santander…
Una trabajadora social comenzó a hacer las gestiones oportunas y, pese al
desconcierto que reinaba en todos los hospitales, averiguó que la madre
había fallecido. Cinco días más tarde supo que su cadáver aguardaba
“destino” en el tanatorio improvisado del Palacio de Hielo y después que, por la saturación de las
funerarias, la habían enviado a Murcia, para ser incinerada… Le dieron el
número con el que se identificaba el féretro.
LIH, después de recoger la urna con las cenizas de su madre,
identificada por una pegatina numerada,
entró en el piso y, orientada por una ranura de luz, fue hacia la cortina del
salón y la descorrió. Palomas y gorriones, protegidos en el dintel de la
ventana, levantaron el vuelo, asustados. En el sillón el álbum de fotos y en la mesa
agujas e hilo asido a una tira inconclusa de rosas blancas, de ganchillo. En el
suelo un libro, el reloj de cuerda dormido a las 12.15, el tañer lejano de una
campana… Cerró los ojos y sintió el roce de las pisadas de su madre sobre la
tarima…El frío le mordía los huesos.
En el dormitorio, las zapatillas aparcadas en la
alfombra, la almohada aplastada, con el perfil de su madre, un vaso con agua.
El armario, con la ropa ordenada por estaciones y colores, le sopló un aroma
dulce.
En la encimera de la cocina, protegido con una servilleta
bordada, un plato con perrunillas y un frutero con plátanos desvaídos y peras
resecas. Pulcritud en el cuarto de baño, toallas dobladas y colocadas con
esmero. En la repisa de cristal, pastillas de jabón, bastoncillos, el
agua de rosas...
Bajo la techumbre de la terraza la jaula, con el canario
muerto, consumido, plumas despeinadas, las patas agarrotadas, los ojos vacíos.
El geranio y el jazmín secos, vencidos por la sed y el suelo alfombrado con lágrimas
de hojarasca. El imán, la Torre Eiffel, en el frigorífico, aprisionando
una nota: leche, pimientos, harina, café. Dentro, yogures, un táper con
lentejas, queso fresco y obleas para empanadillas. Las gambas que sobraron en
navidades seguían en el congelador.
Abrazando la urna, Luisa tiró del pomo y cerró la
puerta y los ojos, hasta oír a sus espaldas el chasquido de la cerradura. Como
un punto final.
Yo he puesto las palabras,
Luisa dictó la angustia, las evocaciones y el sentimiento. De ellos
surgió “El dolor confinado”, un poemario, finalista en el “Premio de
Poesía Ciudad de Badajoz”, que saldrá en unos días.
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