sábado, 28 de marzo de 2020

EL ENEMIGO PEQUEÑO


            La calma del encinar
            EL ENEMIGO PEQUEÑO
           

                                         Tomás Martín Tamayo


Al asomarse a la ventana vieron que llegaba su esposa y la acompañante se escondió en el trastero, entre las patas de una mesa, tapada con una manta. Él abrió la puerta y besó a su mujer maquinalmente. Ella percibió un perfume desconocido y, detrás de la puerta, un paraguas, todavía con gotas perladas sobre la tela.
-¿Has salido?
-¡Claro que no! Bueno, he bajado la basura, respondió al verse delatado por el paraguas.
-Huele a perfume barato. ¿Ha venido alguien?
-No, nadie.
Cuando pasaban por la puerta del trastero  sonó un móvil, la mujer, intrigada, abrió la puerta y, siguiendo el rastro auditivo, fue hacia el hueco de la mesa y levantó la manta… -¡!-. No dijo nada, volvió hacia la entrada y cogió el paraguas por la punta…

El policía que atendía la centralita del 091 salió de la somnolencia al escuchar que alguien había saltado la verja de un chalet de las Vaguadas. Anotó la dirección y,  mientras tomaba datos del denunciante, pasó la incidencia al servicio de guardia. Un coche patrulla salió de inmediato hacia le dirección señalada y poco después estaba en la puerta. El vecino que había denunciado el hecho los estaba esperando y, después de identificarse,  les dijo que por su casa podían pasar fácilmente al patio trasero de la vivienda asaltada. Así lo hicieron.  Dos agentes esperaron en la puerta y otros dos saltaron al interior, con la pistola montada. La puerta trasera estaba forzada y, con el arma dispuesta, entraron. Después del  “Somos la policía, salga manos en alto”, recorrieron la vivienda, sin encontrar al asaltador. Llegaron cuatro agentes más y todos entraron para buscarlo, deteniéndose en cada dependencia, bajos de camas, armarios… El presunto ladrón  no estaba. Cuando se marchaban, ya en la puerta, sonó un móvil… Volvieron a desenfundar las armas y fueron hacia la cocina… El móvil decía que el ladrón estaba entre el hueco de un armario alto y el techo.

 La lluvia racheada caía mansa sobre los paraguas, dejando tímidos brochazos húmedos en las lápidas del cementerio. En la plataforma improvisada del elevador, un albañil, despreocupado e indiferente, protegido con una bolsa de plástico sobre su gorrilla, rompía ladrillos que ajustaba con engrudo,  para taponar un nicho de la tercera fila. En medio de un silencio, apenas roto por algún carraspeo nervioso, surgió atronador el “Para Elisa” metálico de un móvil lejano, que debía estar perdido en lo más recóndito de algún bolsillo. Bajo aquella lluvia pegajosa, todos se miraban y uno, que se sintió señalado, enseñó el suyo para evidenciar su inocencia. El “Para Elisa” no cesaba y  comenzaron a acordarse de la madre de Beethoven. Se quebró el recogimiento,  se rompió la intimidad que, como la lluvia, envolvía a la veintena de dolientes, que  se miraban interrogándose.

“Pssss, psssss, psssss”, siseó el albañil,  sonrisa abierta, señalando con el índice la oquedad del nicho: “¡Dentro, que está aquí dentro!”.

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