miércoles, 27 de marzo de 2019

Ya viene el cortejo


      
                                 La calma del encinar
                         YA VIENE EL CORTEJO

                                             Tomás Martín Tamayo
                                             Blog Cuentos del Día a Día
                                             tomasmartintamayo@gmail.com


“Pero si son los nuestros y han venido ¿por qué seguimos pasando frío?” El niño no entendía lo de dormir en un banco y la madre no sabía explicarle que eso era todo lo que tenían, así es que, acariciándole la cabeza, le dijo que era muy afortunado porque mientras que sus amigos tenían un techo blanco, a dos metros de sus narices, el disfrutaba del firmamento y del manto azul estrellado de la noche.

El niño quedó sorprendido porque  tenía frío y no entendía muy bien la ventaja, pero miró hacia arriba y le pareció convincente. Nunca hasta entonces había reparado en aquel inmenso lienzo azul sobre su cabeza, en el que colgaban puntitos relucientes, como lucecitas de un techo inmenso. Se acurrucó contra su madre y durmió, sintiéndose arropado y protegido por unas estrellas que velaban su sueño. Durante el verano  algunos escalofríos lo despertaron, pero miraba y las estrellas seguían allí, arropándolo. Llegó el otoño, el cielo ocultó el manto estrellado y comenzó a llorar una lluvia perezosa que puso un soplo gélido sobre su piel. La gente corría, mientras los goterones alimentaban los apresurados charcos, que hicieron del banco una isla diminuta. El manto azul y los puntitos brillantes desaparecieron y sobre sus cabezas sólo había brochazos negros, marrones y rojizos.

“¿Llegaron ya los nuestros? Están de camino, hijo”. La madre, con una puerta vieja improvisó un techo para protegerse, pero el niño miró hacia arriba, vio el techo angulado a medio metro de su cabeza y dijo a su madre que él prefería el techo blanco de sus amigos. Hoy no está nuestro cielo -le dijo la madre-, hoy tenemos que escondernos porque la noche ha soltado a sus sombras, que andan por ahí fuera, con afilados cuchillos. El niño sintió miedo y le pareció ver en los charcos el reflejo de los cuchillos afilados que las sombras enseñaban. Se acurrucó contra su madre,  protegido por la puerta, pero añorando el techo de sus amigos. “¿Si ya no están las estrellas, por qué no volvemos a nuestra casa? Duerme mi niño, duerme, que pronto saldrá un sol muy bonito.”

El niño no sabía que las sombras negras que lo echaron de su casa son también las dueñas de la puerta que lo protegía, del banco, de los árboles y del parque. Que las sombras negras nunca descansan y que hasta las tijeras de podar les pertenecen. Y que los jardineros son suyos, para que siembren lo que ellas quieren y cuando les interesa.

Nada es igual, todo ha cambiado y hasta los rótulos son diferentes dentro y fuera del parque. La caravana ha pasado y los  hilos de las marionetas han cambiado de manos, pero el niño y su madre siguen en el parque, mirando al cielo como solución última de sus males y muy cerca de la puerta, por si tienen que improvisar otra vez el techo que las proteja de las sombras y sus cuchillos. Hace mucho que el niño creció, le dio la espalda a la espera  y le da igual el manto estrellado que los brochazos negros de un cielo que no siente suyo.

-¿Y cuándo llegan los que decías?
-Van a tardar porque se han perdido en una esquina.
-¿Entonces no vendrán?
-Sí hijo, vendrán para pedirnos los único que tenemos. Los nuestros nunca existen, pero mañana se acercarán al banco y te arrullarán una nana muy bonita.
-¿Cómo la del manto estrellado de la noche?
-O más.




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