La calma del encinar
CINCUENTA AÑOS NO ES
NADA
Tomás Martín Tamayo
Blog Cuentos del Día a Día
Ayer, cincuenta años después, nos reunimos en Badajoz muchos
de los que concluimos la carrera de Magisterio en 1967. Celebramos la
“promoción de oro” juntos, maestras y maestros, pese a que en aquellos años la
separación por sexo nos situaba al margen y, como cantaba Esteso, “los niños
con los niños y las niñas con las niñas” aunque, al menos en teoría, habíamos
superado esa etapa y nos preparaban para impartir la docencia. La mayoría
acabamos ejerciendo nuestra profesión.
Alumnas y alumnos
pertenecíamos a universos diferentes, separados por la frontera de una puerta que
ni ellas ni nosotros osábamos cruzar.
En el edificio de la Escuela Normal de Magisterio,
ocupábamos alas distintas y poco o nada
sabíamos de lo que ocurría al otro lado
de nuestro “telón de acero”, porque lo único común que compartíamos era la
escalinata y la puerta de entrada. Creo que también el profesorado. Difícil de
entender en una época en la que, en todas las facultades y escuelas
universitarias, la enseñanza era mixta. Tampoco entendí nunca lo de “escuela
normal” porque no era una escuela y lo
de normal… ¿Habría escuelas anormales?
Fue un encuentro gratificante. En muchos casos nos vimos
compañeros desconectados desde hacía cincuenta años y que, pese a mantener por
entonces una relación casi fraternal, habíamos distanciado nuestras vidas,
porque la distancia, si no es olvido, se le parece mucho. Algunos no asistieron
al encuentro, que en la “promoción de oro”
no es oro todo lo que reluce y los setenta que rondamos todos, tienen sus
exigencias. Una docena fallecieron y nos
enteramos ayer, durante el recuento, porque al concluir nuestra carrera, el
viento de la dispersión nos sopló hacia a mundos diferentes.
Tampoco pudimos invitar a ningún profesor, la mayoría ya no están y los que están tampoco
tienen ánimo de celebraciones. Pero los recordamos a todos, a los buenos, a los
regulares, a los indiferentes e incluso a los malos, que de todo tuvimos y
alguno “de marías”, nos dejó el ejemplo de lo que nunca debíamos ser como
maestros. Otros, la mayoría, nos marcaron, nos enseñaron y nos han guiado
durante todos estos años. Como maestros y como personas.
Hace cincuenta años teníamos la vida abierta y sin saber qué
hacer con ella, porque al concluir nuestros estudios no nos dieron un manual de
instrucciones. Era como subir en un ferial a un tren fantasma, ignorando en qué
esquina nos aguardaría el escobazo, el susto o el vaso de agua fría. De todo
hemos tenido. Entonces el primer dilema era qué íbamos a hacer con nosotros
mismos y cómo atravesar un túnel tan largo, en un tren tan incierto y sin
estaciones conocidas.
En la cabeza y en el
corazón se nos amontonaban miles de preguntas, para las que no encontrábamos
respuestas. Ahora nos sobran las respuestas y lo que nos faltan son preguntas. Preguntas
que tampoco nos formulan porque, a
nuestra edad, se nos considera al margen de toda interrogante.
Cincuenta años no es nada, apenas un soplo que nos ha
achicharrado la piel del alma, dejando en nosotros las anillas de los árboles
viejos, esos que miran el bosque desde arriba y que han aprendido a respirar y
otear el horizonte, soportando las inclemencias del tiempo. No obstante,
después del oro, hemos quedado en volver a juntarnos en 2042, para cuando nuestra promoción se haga de
platino. Seguro que para entonces volveremos a tener más preguntas que respuestas.
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