La calma del encinar
LA MEMORIA LARGA
DEL ODIO
Tomás Martín Tamayo
(martintamayo.com)
Me cuenta un amigo, ex alcalde de UCD en uno de nuestros pueblos, que hace
casi cuarenta años un político de la
oposición fue a dar un mitin… Por resumir, el mitinero, altísimo personaje
después, dijo algo que molestó en el pueblo y casi acabó en el pilón, teniendo
que salir por piernas porque el mocerío quería raparlo. El personaje creyó en
una conspiración de la alcaldía y anotó en su memoria el nombre del alcalde. Cuarenta
años después coincidieron en una cafetería de Mérida y un amigo común los
presentó. Al oír su nombre, el ilustre personaje le dio la mano con desgana y
se apartó con evidente malestar. El ex alcalde, extrañado, al pagar la
consumición, pidió que cobraran también la del ofendido, pero éste no había
olvidado la afrenta y el camarero trasmitió su respuesta: “Perdone, pero me
dice el señor… que a usted no le acepta ni un café”. ¡Pobre hombre, cuarenta
años sin olvidar un baño pilonero!
El odio en política traspasa el tiempo, como una flecha encendida la tela
de seda y hasta el porquero de Agamenón tiene lápiz y papel para apuntar
agravios y devolverlos. Es verdad que la política hace extraños compañeros de
cama, pero también que algunos tienen una notable memoria para odiar y no hay
ofensa pequeña que puedan olvidar, como en el caso que he comentado. Es posible
que durante estos días de rumiaje intenso, en el PSOE estén poniendo nombre y
apellidos a cada una de las puñaladas dadas y recibidas, porque el “arrierito
semos” se acuñó en política y la venganza sabe esperar incluso agazapada detrás
de una sonrisa. Las guerras civiles son las más encarnizadas y en el PSOE han
cerrado un capítulo, pero quedan muchas páginas en blanco, que se irán
rellenando con pocos olvidos y grandes olvidados. Olvidar es bueno, la
desmemoria puede ser como un bálsamo reparador de cicatrices, pero no suele
darse en política y la historia así lo demuestra.
Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, fue desenterrado -¡trescientos años después de morir!- por orden
de Enrique VIII porque el pueblo seguía añorando más al clérigo que al rey. Los
pocos huesos que quedaban en la tumba
fueron juzgados y condenados a la hoguera, en el patio de palacio. El mismo
Enrique VIII ordenó la decapitación de Tomás Moro, disponiendo que su cabeza
fuera hervida durante días y clavada en un palo para después exhibirla en el
puente de Londres. ¿La razón? No reconocer al rey como guía de la Iglesia y
permanecer fiel al Papa. Vamos, que tampoco le aceptaba un café.
Por suerte, han cambiado los tiempos y la materialización de los odios. En
el Concilio de Constanza declararon hereje al reformador religioso Jhon Wyclef,
cuarenta años después de haber muerto. Eso no impidió que lo desenterraran para
“ejecutar” sus huesos a martillazos. No consta que Wyclef se quejara… ¿Más? Oliver
Cromwell fue desenterrado a los dos años
de morir para arrastrar su cadáver con un carro, pero como la osamenta
resistía, el verdugo la descuartizó con un hacha. Finalmente, su cabeza,
empalada, permaneció veinticuatro años anclada en un tejado para que pudieran verla desde la
calle.
Sí, algo ha cambiado, pero las navajas políticas siguen dando reflejos de
luna negra y mientras más pequeño es el personaje más larga es la memoria de su
odio, porque el enanito torero vive más por ser enanito que por su torería.
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