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La calma del
encinar
DEL
SECARRAL A LOS HUMEDALES
Tomás Martín Tamayo
tomasmartintamayo@gmail.com
Blog Cuentos del Día a Día
En el secarral de junio, la niña no entendía por qué tenían que dormir
en un banco del parque y la madre no sabía cómo explicarle que se habían
quedado sin casa, así es que, acariciándole la cabeza, le dijo que eran muy
afortunadas porque mientras los demás tenían un techo a dos metros de sus
narices, ellas disfrutaban del manto estrellado de la noche. La niña se quedó sorprendida,
miró hacia arriba y le pareció convincente. Nunca hasta entonces había reparado
en aquel inmenso lienzo azul sobre su cabeza, en el que colgaban puntitos
relucientes. Se acurrucó contra su madre y durmió. Durante julio y agosto las
estrellas velaron su sueño, pero el secarral cedió paso a los humedales de
septiembre, el cielo ocultó el manto estrellado y comenzó a llorar una lluvia
perezosa que las dejó solas y ateridas de frío. La gente corría a su alrededor,
mientras los goterones alimentaban los apresurados charcos, que hicieron del
banco una isla diminuta. El manto azul y los puntitos brillantes desaparecieron
y sobre sus cabezas sólo había brochazos negros, marrones y rojizos.
La madre, con una puerta vieja,
ramas y planchas de latón, improvisó un techado para protegerse de la lluvia.
La niña miró hacia arriba, vio el techo angulado a medio metro de su cabeza y
preguntó a su madre que dónde estaba el manto estrellado. Hoy no está, le dijo
la madre, hoy tenemos que escondernos porque la noche ha soltado a sus sombras,
que andan por ahí fuera, con afilados cuchillos. La niña sintió un escalofrío y
le pareció ver en los charcos el reflejo de los cuchillos afilados que las
sombras enseñaban, se acurrucó contra su madre y durmió, sabiéndose protegida
por el techo de la puerta y el latón.
La niña no sabía, y la madre tampoco, que las sombras negras que las
echaron de su casa siguen dentro y fuera del parque, porque ellas están en
todas partes y siempre permanecen acechantes e imperturbables. Las sombras
negras nunca dejan descansar a sus cuchillos y entran por puertas, ventanas y
atraviesan paredes. Son las dueñas de todo, también del parque, de la puerta,
de las planchas y de los ramones secos, arrancados a unos árboles que también
son suyos, porque hasta las tijeras de podar les pertenecen. Y a los jardineros
los tienen en nómina, para que planten lo que ellas quieren, cuando a ellas les
interesa. Todo es de las sombras, incluso los charcos y los brochazos negros, marrones
y rojos. También el secarral, los humedales, el manto estrellado, la noche y
sus cuchillos… La madre y la niña
ignoran que, además del techo que les quitaron, ellas también son parte
del botín de una guerra interminable en la que no han participado. La guerra y
sus bandos, también son de las sombras. El bando que gane siempre será el suyo.
Y el que pierda también.
Nada es igual, todo ha cambiado y hasta los rótulos son diferentes
dentro y fuera del parque. Los vehículos azules ahora son anaranjados y las
marionetas que mueven otras marionetas han cambiado de chistera pero, la niña y
su madre siguen en el parque, mirando el cielo como solución de sus males y
teniendo muy cerca la puerta y las chapas, por si tienen que improvisar otra
vez el techo que las proteja de las sombras y sus cuchillos. Bordeando el banco
y los charcos, ya no confían ni en los humedales ni en el secarral. Hace mucho
que la niña le dio la espalda a un cielo que no la protege y le da igual el
manto estrellado que los brochazos negros marrones y rojos.
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