CUENTOS DEL DÍA A DÍA de Tomás Martín Tamayo
(Sevilla, Punto Rojo, 2015)
Con Cuentos del día a día, Tomás Martín Tamayo ha mostrado que el vivir cotidiano proporciona temática suficiente para elaborar cuentos sin cuento (en esta antología edita 98…), pues intervenimos en situaciones tan diversas (simples unas; enigmáticas, espeluznantes, sorprendentes, hilarantes…, como el mismo hecho de existir, otras), que la realidad sólo necesita un agudo observador como Tamayo para captar la esencia de los sucesos diarios y convertirlos en llamativos relatos pasándolos, con la habilidad que lo caracteriza, de la simple anécdota al hecho literario; ese que convierte, gracias a la palabra, lo rutinario en obra de arte.
Así el libro comienza con un delicioso y enternecedor cuento, ilustrado por la imagen de la portada, que puede que siga sucediendo cada día: doña Soledad va a misa de 7, pero un atento camarero de un bar, por donde pasa camino de la iglesia, le recuerda diariamente que, tiempo atrás, la han cambiado de hora y doña Soledad, viejecita de cuerpo y de mente, se vuelve a casa tan tranquila para repetir los días posteriores la misma acción a la hora de siempre.
En un principio me pareció excesivo que el libro contuviera tantos relatos pero, después de leerlos, el elevado número no sólo no me ha empachado sino me ha satisfecho pues su lectura me ha resultado, además de dinámica (por su contenido variado, creativo, impactante, sorpresivo… y sus emociones agridulces, terribles, reflexivas, preocupantes…), un grato ejercicio al advertir, conforme leía más cuentos, que me encontraba ante un modelo del buen relatar. Aunque esto ya lo venía intuyendo por sus libros anteriores, pues a Martín Tamayo lo sigo desde que editara Cuentos de madrugada allá por 1979, y Cuentos del día a día me lo ha confirmado definitivamente.
Tamayo es un excelente narrador, porque domina con una pasmosa naturalidad este género complicado donde, en poco espacio, tiene que decir mucho (presentar el tema, caracterizar a los personajes, construir la acción, sintetizar los hechos… y cerrar el cuento) y, al final, todo debe quedar hilado de un modo coherente. Y esto lo cumple de una forma tan singular que me llama la atención hasta el punto de creer sin complejos que es uno de los grandes relatores contemporáneos, equiparable a maestros conocidos como, por ejemplo, Ignacio Aldecoa. Y esto lo afirmo porque son abundantes las características que lo distinguen: agilidad mental, habilidad para la síntesis, agudeza creativa, variedad temática, sensualidad, ironía, suspense, capacidad de observación… y destreza en la conversión de un hecho nimio en una historia atractiva, es decir, aúna distintas y distantes capacidades que sólo pueden ser reunidas por un buen narrador.
Incluso se permite el lujo de ser lírico cuando el tema lo requiere: “La carta […] le aletea entre las manos, como una paloma blanca que reclama libertad” (“La despedida”). O crear tensión por medio de un suspense gradualmente conseguido: “¡Viene por mí! ¡Está ahí junto a la puerta! La cercanía de su presencia me golpea bajo las sábanas heladas. ¡Está ahí, está ahí!... ¡Se detiene nuevamente! Los pasos se vuelven, lo siento alejarse, alejarse, alejarse…” (“Dos noches”). O realiza concisas y ajustadas descripciones: “Se inclinaba al andar, con lo que aún parecía más pequeño y era, en definitiva, un bípedo de esos que Dios en su infinita bondad nos envía para que soportándolo, ganemos la salvación eterna” (“El anticristo”). O sabe dosificar la sensualidad en relatos eróticos, que cuenta sin tapujos: “Yo retrocedí y me situé detrás, apretándola contra el balcón, pero ella aguantó, se ahuecó más, ofertándomelo todo” (“La saeta”). O arremeter contra la violencia presentando sin rodeos la brutalidad de unos desalmados con unas personas indefensas: “Otros disparos, a quemarropa, dibujan rosetones rojos sobre sus ropas. -¿Las enterramos, sargento? ¡Todavía están calientes y de buen ver! –Haced lo que tengáis que hacer […]” (“Paso de frontera”). O contar un hecho de un modo escalofriante: “Algo parecido me pasó con Clavero, el suicida anterior. Todo cuadraba perfectamente, hasta el momento en que, sorprendido por una lluvia torrencial, se refugió en el molino. Con Nicolás igual […] lo encontraron ahorcado de la viga” (“El molino de los ahorcados”). O consigue sorprender al lector con ingeniosas tramas: “Luego, ceremoniosamente, acercó un candelabro y le prendió fuego, mientras la gente aplaudía la genial imaginación… ¡del espantapájaros!” (“El espantapájaros”).
En fin, el relato para los novelistas es lo que el soneto para los poetas, que suelen no considerarse tales hasta conseguir uno de calidad. Es decir, los novelistas debían ser, antes que autores de novelas, narradores de cuentos, porque el relato corto aporta mucha experiencia a la elaboración posterior del relato extenso o novela. Y Tomás Martín Tamayo ha actuado con un perspicaz sentido porque, primero, se ha convertido en un experimentado narrador de cuentos y después ha editado su primera novela, El enigma de Poncio Pilatos (2008), de la que ya expuse mi positiva opinión en un comentario editado en la REEx (2009).
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