La calma del encinar
EN DEFENSA DEL PERIODISMO
Tomás
Martín Tamayo
La caída del Imperio Romano no
hay que buscarla en el 480 dC, periodo del último y efímero emperador, Rómulo
Augústulo, un muchacho de 15 años al que no dejaban dormir porque, cuando
trascendía que se acostaba, sus adversarios movían cientos de cencerros para
que no pudiera conciliar el sueño. La descomposición se inició doscientos años
antes, aunque la inercia y el inmenso poder acumulado por Roma prolongaran la
agonía hasta caer en la indefensión total. Un liviano empujón de Odoacro,
general del ejército de los hérulos, fue suficiente para que la última torre
del Imperio cayera, figurando el desdichado Augústulo como el artífice de una
caída que tenía antecedentes muy lejanos.
Mover los cencerros y quemar
cuernos al paso de las comitivas imperiales era el recurso de un pueblo
sometido, arruinado y hambriento, que llevaba dos siglos esperando un rearme
moral que nunca llegó. Mover los cencerros era, como el periodismo hoy, una
práctica muy peligrosa porque siempre se ha matado al mensajero. Las castas asentadas eran las únicas que
podían acometer unas reformas que iban a cercenar sus privilegios y, generación
tras generación, ninguno se atrevió a afrontar cambios efectivos en el sistema.
En medio del silencio los cencerros lo denunciaban, los periodistas de hoy
también. Bajar de los pedestales a las élites es caminar por el filo de la
navaja, porque muchos no quieren renunciar a unas prerrogativas que los aleja
de la cochambre de un pueblo, al que engañaban en cada ocasión, del que siempre
se aprovecharon y al que jamás escucharon…
Todo esto me suena cercano y
actual, no ya por la comparación y la añoranza de lo que fue el Imperio español,
que después de haberlo perdido todo, está amenazado el último bastión desde
alguna de sus provincias, sino porque se evidencia que las reformas de un
sistema agotado no puede protagonizarlas el propio sistema. Lo que nos está
ocurriendo es un signo evidente de descomposición, porque lo peor que nos puede
ocurrir es que veamos y aceptemos con normalidad el declive moral y la
degeneración. No entiendo que el periodismo sea una de las profesiones peor
valoradas, cuando el único grito de protesta y denuncia surge desde los medios
de comunicación, frente a una sociedad adocenada y conformista.
Son los periodistas los que
han denunciado las tropelías de Bárcenas, los silencios de un PP que parece cogido
en una trampa mortal, las irregularidades que hacen caer gobiernos y
consejeros, los “sobres” que don Pepiño Blanco recibió del PSOE para reformar
su vivienda, el exilio del dinero de algún Puyol, el blanqueo por una amnistía
fiscal llena de trampas…Esta misma semana varios medios han difundido la noticia de que “con dinero
del erario público, la Casa Real acometió reformas por un valor superior a los
dos millones de euros, para acondicionar un palacete en el que ha vivido cinco
años una tal Corinna, al parecer amiga íntima del rey… ¿Alguien da más, alguien
se escandaliza con la difusión de unas noticias, cencerradas al fin, que ponen
en evidencia a los gobernantes, a la clase política y a la sociedad en general?
Son los medios de comunicación, los periodistas, los únicos que se atreven
a hacer la cencerrada que a Rómulo Augústulo le quitaban el sueño, pero que en
una España entregada y corrupta, no despiertan a nadie. ¡Qué felices seríamos
si los periodistas no hicieran sonar
unos cencerros que nos ponen frente al espejo!
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