Entramos en la cafetería y bajo una fotografía iluminada de “La
piconera”, de Julio Romero de Torres, estaba sentado, ausente, amparado en el
claroscuro del fondo. El cabello negro-azul abrillantado, sometido, liso,
peinado hacia atrás. Su cara rasurada con esmero y un rictus en su labio
izquierdo que parecía iniciar una sonrisa que nunca afloraba, distraído, haciendo
malabares con una moneda que recorría presurosa los nudillos de su mano
derecha.
Yo lo he visto antes, pero… ¿dónde, de qué lo conozco?
Sus ademanes eran cuidados, apenas apoyaba el antebrazo derecho sobre la mesa, la
espalda recta, pegada al respaldo de la silla, acercaba la copa a sus
labios casi con ceremonia. ¡Parecía que
iba arrancarse con un tango!
¿Dónde demontres lo he visto antes? ¿Torero, cantante, escritor, actor,
pintor…? Yo a este tío lo conozco, seguro que lo conozco.
El traje oscuro, cruzado y abotonado, con un pañuelo en el bolsillo
superior de la chaqueta, impecable, cruzadas las piernas, mostraba un zapato
bicolor, beige y marrón sobre un calcetín celeste. Un pañuelo blanco inmaculado,
de seda, bordeaba su cuello y sobre el respaldo de la silla más cercana un
sombrero de fieltro que parecía aguardar sus instrucciones.
¿Jo, quien es? Lo conozco, lo conozco, lo conozco. Este tío se ha
escapado de alguna película de época. Seguro que nos están grabando… ¿Dónde
estará la cámara oculta?
Se levantó parsimonioso, sintiéndose observado y complacido por el
desconcierto que producía su presencia. Desabrochó lentamente los dos botones
superiores de la chaqueta y del bolsillo del chaleco extrajo unas monedas que
dejó caer sobre el velador, desde una altura conveniente para alertar con su
tintineo al camarero. Luego recompuso su figura, se abrochó, ahuecó el pañuelo
de seda, se puso el sombrero después de haber pasado sobre su ala los dedos
pulgar e índice y dijo “adiós” al camarero, ensanchando un poco más el esbozo
de sonrisa, con un ademán de absoluta indiferencia. Al pasar por nuestro lado
enmarcó un gesto de respeto, llevándose la mano derecha hacia el ala del
sombrero que ensombrecía su cara. Sin mirar hacia atrás, se perdió en la calle, alejándose con un paso
corto, ligeramente inclinado…
¡Yo te conozco, yo te conozco! ¿Dónde te he visto antes?
El camarero volvía de recoger la copa y las monedas y al pasar por mi
lado se lo pregunté con evidente impaciencia:
-Oiga, por favor, ¿quién es ese señor? Ese que acaba de salir, con el
traje cruzado y el pañuelo de seda al cuello?
-Es Carlos Gardel.
-¿Carlos Gardel? Vaya tontería. Pero si Carlos Gardel murió hace un
montón de años en un accidente de aviación en Colombia, pero sí…
-¡Pues lo que usted quiera, pero es Carlos Gardel!
-Carlos Gardel, Carlos Gardel… ¡Es imposible!
El camarero, que parecía
acostumbrado a aquellas interrogantes, ni nos miró:
-Bueno, bueno, bueno… Joder, que manía con los imposibles. Lo de
siempre, qué pesadez. ¿Y a mí que me cuenta?
-Hombre, perdone, pero es que no puede..
¡Eso dígaselo a él!
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