Ni iguales
ni parecidos. Ni ante el espejo, ni ante la ley, ni ante la justicia, ni ante
el tendero de la esquina somos iguales. Spain is different y los españoles
también. Un señor, por estar casado con la hija del Rey, pudo meterse en un
patatal societario que le reportó
beneficios estratosféricos porque todas las puertas se le abrían sin
apenas tocar el timbre. ¡Ábrete Sésamo! Una señora, su señora, la hija del Rey, invirtió 1.500 euros en uno
de los tinglados y recibió 500.000 de beneficios, que retiró sin enterarse de
nada, por lo que no es pertinente ni su inculpación ni su declaración. Era
propietaria del 50% de algunos de los tinglados, se sentaba en el consejo de
administración de otros y tenía entre sus responsabilidades la de levantar
actas, pero no hay indicios probatorios de que tuviera algo que ver con todo
aquello. La mejor prueba es que su esposo, en sus declaraciones ante el juez,
la desvincula por completo. ¿Iba a
mentir Urdangarin en algo así?
Si la
memoria no me falla, identifico al juez Castro con un funcionario de prisiones
al que conocí en la prisión de Córdoba, mientras preparaba judicatura. Era un
hombre formal, algo pijolatis, aficionado a los coches y buen dialéctico, con
el que tomé muchos “medios”. A veces más de la cuenta. Si no me muestro muy
seguro es porque al que yo conocí no le hubiera convencido nadie del desapego e
ignorancia de la señora de Urdangarin, copropietaria también de un palacete
“principesco”, pagado con las ganancias de las diversas sociedades del marido.
Parece probado que la señora esposa sabía que su marido ganaba mucho, muchísimo
dinero, pero, como es habitual, nunca preguntó nada. Tampoco debió enterarse
que su señor padre sí se había enterado de algo y que por eso tuvieron que irse
precipitadamente a Washington… Debió de creer que era para que los niños
perfeccionaran el inglés.
Después de
leer la declaración completa de Urdangarin, sí he entendido la ignorancia de la
infanta, porque si él no sabía nada, de nada, de nada… ¿qué podía saber ella?
Todo se coció en la cabeza de un exprofesor del duque, Diego Torres, que era el
que manejaba los hilos del entramado en el que Urdangarin era una víctima más,
que así es como él se considera. Urdangarin veía, eso sí, que las cuentas
corrientes corrían más de lo corriente, pero como es un gran despistado, que
tiene su cabeza ocupada en asuntos de mayor calibre, nunca se le ocurrió
preguntarle a su socio de dónde venía tanta pasta. Y tan gansa. Ni él se lo
preguntó a su socio ni su esposa se lo preguntó a él. Ellos están en otra cosa, ellos son así.
Bueno,
pues resulta que el juez Castro considera que
no procede imputar a la infanta, porque entiende que no hay indicios
probatorios de que estuviera al tanto de los negocios de su marido, pero, al
mismo tiempo, rechaza la ignorancia de Urdangarin y no se cree que fuera un
mero asesor deportivo. Por cierto, la esposa de Diego Torres, que no figura
para nada, sí está imputada. ¿Todos iguales? Ustedes mismos.
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