En una ocasión le propuse a un director general de Instituciones Penitenciarias que creara el cuerpo de “escuchólogos penitenciarios”. Creyó que era una broma, pero como guardé silencio, entró al trapo: ¿Lo estás diciendo de verdad? Lo proponía en serio y convencido. Lo dije, lo digo y lo seguiré diciendo, porque pasado el boom de los psiquiatras, psicólogos y terapeutas de todo pelo, cada día se evidencia más la necesidad del “escuchólogo”. En prisiones hay maestros, asistentes sociales, psicólogos, pedagogos, sociólogos, médicos y hasta cocineros diplomados, pero falta el escuchólogo, alguien que de diez vueltas por el patio, escuchando al preso el relato de sus cuitas, dudas y obsesiones diversas. Se dirá que eso ya lo hacen los demás profesionales, pero no es lo mismo tratar, anotar y observar una conducta que escuchar al que necesita hablar.
El que necesita hablar no suele encontrar un escuchólogo de cabecera, porque cada cual va a los suyo y solemos cambiar de acera cuando vemos a lo lejos al “plasta sin prisas” que sale por las mañanas con la idea de colocar su disco al primero que se deje. ¿Un psicólogo, un sociólogo, un psiquiatra? No, no siempre son gente que necesite tratamiento o sufran algún tipo de exclusión social. El tema es más fácil, solo necesitan acaparar la atención de alguien, para no tener que eternizar la conversación consigo mismo. Lo que quieren muchos es hablar, comunicarse, compartir sus fantasmas y tener a un palmo de la nariz a alguien que escuche. O que aparente escuchar.
En el Centro Penitenciario de Badajoz yo tuve como alumnos a los hermanos Izquierdo (Puerto Hurraco) y aunque los dos eran seres muy primarios, uno de ellos, Emilio, respondía al tratamiento del “escuchólogo” mejor que a cualquier tranquilizante. Cuando se irritaba se convertía en un ser de reacciones imprevisibles, capaz de todo, de lesionar y de lesionarse. En alguna ocasión lo invité a salir del aula para pasear un rato por el patio contiguo y aquello obraba el milagro de apaciguarlo hasta que su voz quedaba en un hilillo casi inaudible. Yo no hacía nada, solo caminar junto a él y asentir, mientras gesticulaba, tragaba saliva y se pellizcaba compulsivamente del lóbulo de la oreja, con amenaza de desprendérselo en alguno de aquellos empellones. Muchas veces no prestaba atención a sus farfullas, pero el hecho de tener a alguien a su lado, sin verse vigilado ni observado, lo serenaba y hasta sus pasos se hacían más lentos. Diez minutos duraba el tratamiento.
En los centros cerrados se evidencia con más claridad la ansiedad de muchos, que se materializa en la necesidad de comunicar, pero en la calle también abundan los que salen a la busca y captura de un desprevenido al que poder colgarle el atillo de sus cuitas internas: enfermedades, familia, trabajo, política… El “escuchólogo” no tendría que pasar por ninguna facultad, ni especializarse en nada. Ni siquiera necesitaría entender el idioma del que habla, solo mirarlo, pasear un rato junto a él y asentir con la cabeza. ¿Quién lo hace, quien da un paso al frente? Lo mejor sería un “escuchólogo” profesional.
El que necesita hablar no suele encontrar un escuchólogo de cabecera, porque cada cual va a los suyo y solemos cambiar de acera cuando vemos a lo lejos al “plasta sin prisas” que sale por las mañanas con la idea de colocar su disco al primero que se deje. ¿Un psicólogo, un sociólogo, un psiquiatra? No, no siempre son gente que necesite tratamiento o sufran algún tipo de exclusión social. El tema es más fácil, solo necesitan acaparar la atención de alguien, para no tener que eternizar la conversación consigo mismo. Lo que quieren muchos es hablar, comunicarse, compartir sus fantasmas y tener a un palmo de la nariz a alguien que escuche. O que aparente escuchar.
En el Centro Penitenciario de Badajoz yo tuve como alumnos a los hermanos Izquierdo (Puerto Hurraco) y aunque los dos eran seres muy primarios, uno de ellos, Emilio, respondía al tratamiento del “escuchólogo” mejor que a cualquier tranquilizante. Cuando se irritaba se convertía en un ser de reacciones imprevisibles, capaz de todo, de lesionar y de lesionarse. En alguna ocasión lo invité a salir del aula para pasear un rato por el patio contiguo y aquello obraba el milagro de apaciguarlo hasta que su voz quedaba en un hilillo casi inaudible. Yo no hacía nada, solo caminar junto a él y asentir, mientras gesticulaba, tragaba saliva y se pellizcaba compulsivamente del lóbulo de la oreja, con amenaza de desprendérselo en alguno de aquellos empellones. Muchas veces no prestaba atención a sus farfullas, pero el hecho de tener a alguien a su lado, sin verse vigilado ni observado, lo serenaba y hasta sus pasos se hacían más lentos. Diez minutos duraba el tratamiento.
En los centros cerrados se evidencia con más claridad la ansiedad de muchos, que se materializa en la necesidad de comunicar, pero en la calle también abundan los que salen a la busca y captura de un desprevenido al que poder colgarle el atillo de sus cuitas internas: enfermedades, familia, trabajo, política… El “escuchólogo” no tendría que pasar por ninguna facultad, ni especializarse en nada. Ni siquiera necesitaría entender el idioma del que habla, solo mirarlo, pasear un rato junto a él y asentir con la cabeza. ¿Quién lo hace, quien da un paso al frente? Lo mejor sería un “escuchólogo” profesional.
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