¡Ya tenemos nuevo Estatuto de Autonomía! Y el coro responde: “Bueno, ¿y qué?” Entre los políticos, a veces tan alejados del palpitar de la calle, se ha debatido mucho y durante mucho tiempo la reforma del Estatuto de Autonomía, pero se percibe claramente que eso interesa menos que el resultado de los partidos que se jugarán entre hoy y mañana, aunque el escaso interés que despierta la reforma del Estatuto no mitiga la importancia del mismo. Cuando se publicó el primero, en febrero de 1983, había inquietud y curiosidad porque nadie, ni siquiera los constitucionalistas, conocían el alcance y trascendencia del camino que se iniciaba, pero este llega en un momento de incertidumbre, en el que todo se está cuestionando, incluido el propio sistema autonómico.
En lo esencial, los estatutos, como las constituciones, suelen ser miméticos y se ven arrastrados unos por otros, de tal forma que el resultado final es uniforme porque nadie quiere quedar descolgado, ni renunciar a los que otros han conseguido. Pero, partiendo de estos principios generales, el nuevo Estatuto tiene rostro propio, remarca el carácter extremeño y singulariza nuestras aspiraciones de autogobierno. El entendimiento institucional entre Vara y Monago, PSOE y PP, ha obligado al Congreso a aceptar, a regañadientes y con calzador, aspiraciones que hubieran sido rechazadas sin el consenso con el que se presentaban. También es justo anotar el buen trabajo de los redactores, Ignacio Sánchez Amor y Manuel Barroso. El preámbulo, que tiene el dudoso encanto de la dispersión y lo quimérico, lo redactamos entre Sánchez Amor y yo mismo.
Pero creo sinceramente que los nuevos estatutos no van soportar la larga vigencia de los anteriores, porque el eje constitucional que los anima, el título VIII de la Constitución, es un vehículo que está pidiendo a gritos pasar por el taller para quitarse abolladuras, actualizarse y limitar el gasto excesivo de su desplazamiento. La descentralización autonómica ha aportado vivencias positivas, pero con un gasto imposible de sostener en un momento de declive económico como el que nos ha caído encima. No hay país que soporte el lastre de diecisiete “países” agarrados a sus faldones. Las autonomías, empujadas por la irracionalidad de los nacionalistas, están quebrando el sistema y hoy se las ve más cerca del problema que de la solución. El tiempo que se tarde en revisarlas a fondo, limitando con mano firme la espiral de la estulticia que anida en ellas, es tiempo que se habrá perdido, porque, antes o después, habremos de afrontar su revisión. Es insoslayable.
La estupidez que hoy anida en todas las autonomías, al rebufo de la catalana y la vasca, multiplicando el gasto, alejándolas del administrado, saturándolas de corrupción e inútil burocracia y limitando su eficacia, está logrando la ojeriza de los sufrientes que las pagan, porque las salvas y los cohetes de feria no son compatibles con el hambre. Antes de que saturen el vaso de la paciencia, deberíamos reconocer los errores y abusos cometidos y volver a su origen. Cuando Suárez dijo “café para todos”, no quiso abrir una competición entre gilipollas.
En lo esencial, los estatutos, como las constituciones, suelen ser miméticos y se ven arrastrados unos por otros, de tal forma que el resultado final es uniforme porque nadie quiere quedar descolgado, ni renunciar a los que otros han conseguido. Pero, partiendo de estos principios generales, el nuevo Estatuto tiene rostro propio, remarca el carácter extremeño y singulariza nuestras aspiraciones de autogobierno. El entendimiento institucional entre Vara y Monago, PSOE y PP, ha obligado al Congreso a aceptar, a regañadientes y con calzador, aspiraciones que hubieran sido rechazadas sin el consenso con el que se presentaban. También es justo anotar el buen trabajo de los redactores, Ignacio Sánchez Amor y Manuel Barroso. El preámbulo, que tiene el dudoso encanto de la dispersión y lo quimérico, lo redactamos entre Sánchez Amor y yo mismo.
Pero creo sinceramente que los nuevos estatutos no van soportar la larga vigencia de los anteriores, porque el eje constitucional que los anima, el título VIII de la Constitución, es un vehículo que está pidiendo a gritos pasar por el taller para quitarse abolladuras, actualizarse y limitar el gasto excesivo de su desplazamiento. La descentralización autonómica ha aportado vivencias positivas, pero con un gasto imposible de sostener en un momento de declive económico como el que nos ha caído encima. No hay país que soporte el lastre de diecisiete “países” agarrados a sus faldones. Las autonomías, empujadas por la irracionalidad de los nacionalistas, están quebrando el sistema y hoy se las ve más cerca del problema que de la solución. El tiempo que se tarde en revisarlas a fondo, limitando con mano firme la espiral de la estulticia que anida en ellas, es tiempo que se habrá perdido, porque, antes o después, habremos de afrontar su revisión. Es insoslayable.
La estupidez que hoy anida en todas las autonomías, al rebufo de la catalana y la vasca, multiplicando el gasto, alejándolas del administrado, saturándolas de corrupción e inútil burocracia y limitando su eficacia, está logrando la ojeriza de los sufrientes que las pagan, porque las salvas y los cohetes de feria no son compatibles con el hambre. Antes de que saturen el vaso de la paciencia, deberíamos reconocer los errores y abusos cometidos y volver a su origen. Cuando Suárez dijo “café para todos”, no quiso abrir una competición entre gilipollas.
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