Hay gente con una carga tan definida de insensibilidad genética que entre los principios y los objetivos siempre eligen los objetivos. Aunque caiga el buen nombre de una persona, aunque se embarre la fama y se deteriore la trayectoria profesional de alguien, ellos van a lo suyo y en ese repugnante “todo vale”, no dudan si tienen que demonizar a alguien para conseguir sus objetivos. Ahora ya está casi olvidado el revuelo mediático que, hace unos años, produjo lo que se conoció como “el fraude del higo seco”, pero detrás de aquella indagación judicial, que todavía no ha concluido, había mucha gente absolutamente inocente, que nunca tuvieron nada que ver en el asunto y que fueron señalados como delincuentes e incluso jaleados peyorativamente sin el más mínimo respeto.
Aquellos que se dedicaron a enfangar el buen nombre de tanta gente, deberían haber salido a la palestra pública y, con el mismo énfasis que pusieron para difamar, pedir perdón y rectificar, pero eso es impensable en mentes retorcidas, capaces de cualquier felonía si media un interés personal o político. Entre el centenar de víctimas que fueron inculpadas, porque la Justicia está como está y no hay que darle más vueltas, estaba Román Prieto, que fue señalado como un delincuente desde la impunidad de la tribuna del Parlamento extremeño, por el entonces presidente de la Junta, Juan Carlos Rodríguez Ibarra. ¿Por qué? Porque Román Prieto, que está al margen de la política, tuvo la osadía de ejercer su libertad y aceptar una invitación de Aznar, para asistir a la presentación de FAES en Extremadura. Ibarra lo apuntó en “el listado de los malos” y aprovechó la tribuna de la Asamblea de Extremadura para señalarlo, despreciando la presunción de inocencia y condenándolo públicamente.
A Román Prieto, agricultor y abogado, lo habían inculpado porque la Caja Rural, de la que había sido director general, había concedido unos créditos cuando él ya ostentaba la condición de ex y no tenía nada que ver ni con los créditos, ni con el higo seco, ni con la Caja Rural. Lo metieron de rondón entre el centenar de imputados y allí estuvo dos años, soportando que Ibarra y otros “demócratas y progresistas”, lo señalaran como a un delincuente convicto y confeso. Una vez más quedaba claro que el miedo de muchos estaba justificado, porque sabían que en Extremadura sólo se podía asistir a actos del PSOE o de la Junta y que la mala sombra de Ibarra es tan alargada como la del ciprés.
Ahora se ha resuelto parcialmente aquel asunto del higo seco, en el que sólo han sido condenados dos implicados, pero ¿quién resarce a Román Prieto y a su familia del calvario que supuso para ellos el señalamiento público del que era presidente de la Junta de Extremadura? Ibarra lo utilizaba todo para agredir a sus adversarios y como puso toda su inteligencia al servicio de persecuciones infantiles, aprovecho siempre el eco mediático del cargo institucional que ostentaba. Sin reparar en el daño que hacía y sin titubear a la hora de señalar. Así se explica que, mientras se entretenía con estas grescas tabernarias, durante 25 años ningún tren de progreso paró en Extremadura. ¡El higo seco estaba menos seco que algunas molleras!
Aquellos que se dedicaron a enfangar el buen nombre de tanta gente, deberían haber salido a la palestra pública y, con el mismo énfasis que pusieron para difamar, pedir perdón y rectificar, pero eso es impensable en mentes retorcidas, capaces de cualquier felonía si media un interés personal o político. Entre el centenar de víctimas que fueron inculpadas, porque la Justicia está como está y no hay que darle más vueltas, estaba Román Prieto, que fue señalado como un delincuente desde la impunidad de la tribuna del Parlamento extremeño, por el entonces presidente de la Junta, Juan Carlos Rodríguez Ibarra. ¿Por qué? Porque Román Prieto, que está al margen de la política, tuvo la osadía de ejercer su libertad y aceptar una invitación de Aznar, para asistir a la presentación de FAES en Extremadura. Ibarra lo apuntó en “el listado de los malos” y aprovechó la tribuna de la Asamblea de Extremadura para señalarlo, despreciando la presunción de inocencia y condenándolo públicamente.
A Román Prieto, agricultor y abogado, lo habían inculpado porque la Caja Rural, de la que había sido director general, había concedido unos créditos cuando él ya ostentaba la condición de ex y no tenía nada que ver ni con los créditos, ni con el higo seco, ni con la Caja Rural. Lo metieron de rondón entre el centenar de imputados y allí estuvo dos años, soportando que Ibarra y otros “demócratas y progresistas”, lo señalaran como a un delincuente convicto y confeso. Una vez más quedaba claro que el miedo de muchos estaba justificado, porque sabían que en Extremadura sólo se podía asistir a actos del PSOE o de la Junta y que la mala sombra de Ibarra es tan alargada como la del ciprés.
Ahora se ha resuelto parcialmente aquel asunto del higo seco, en el que sólo han sido condenados dos implicados, pero ¿quién resarce a Román Prieto y a su familia del calvario que supuso para ellos el señalamiento público del que era presidente de la Junta de Extremadura? Ibarra lo utilizaba todo para agredir a sus adversarios y como puso toda su inteligencia al servicio de persecuciones infantiles, aprovecho siempre el eco mediático del cargo institucional que ostentaba. Sin reparar en el daño que hacía y sin titubear a la hora de señalar. Así se explica que, mientras se entretenía con estas grescas tabernarias, durante 25 años ningún tren de progreso paró en Extremadura. ¡El higo seco estaba menos seco que algunas molleras!
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