sábado, 20 de diciembre de 2008

EL ENIGMA DE PONCIO PILATOS


PRESENTACIÓN :

Julián Quirós Monago
Dtor. de HOY

Buenas tardes.

Nos encontramos esta tarde aquí para bautizar la última criatura de Tomás Martín Tamayo, por mucho que esta planta de El Corte Inglés quede lejos del Jordán y no haya entre nosotros ningún San Juan dispuesto a oficiar la inmersión, sobre todo si nos fiamos del ‘Bautista’ sonado retratado por el autor. Pero ‘El enigma de Poncio Pilatos’ bien merece un acto como este, en el que los amigos y los admiradores de Tomás nos reunimos en torno a su última obra, donde como apunté en el periódico hace algunas semanas, Tamayo nos sorprende con un cambio de género a través de un personaje poco estudiado en una atrevida incursión en el momento en el que en un rincón perdido de Oriente chocaron Roma y el judeocristianismo, las dos fuerzas creadoras del mundo occidental. O sea, que Tamayo se ha ido al origen de nuestra cultura, a los años justos del ‘Big Bang’ en los que cristalizó nuestra civilización.

Y ahí quería yo llegar. Porque si a Tomás Martín Tamayo le hubiese dado por contar la lucha y el ascenso de un negro para llegar a la presidencia de Estados Unidos, y hubiese seguido la trayectoria de Obama desde sus inicios en la política, su candidatura al Senado, su incursión en las primarias demócratas hasta vencer nada menos que a la poderosa y carismática Hillary Clinton, su pretendido remedo del Camelot americano de la era Kennedy y su camino de perfección y victoria final a la Casa Blanca en las elecciones presidenciales… si Tamayo hubiese escrito una novela con todo eso, no le habría salido más rabiosamente contemporánea, ni más vigente en sus conceptos, que esta obra que hoy presentamos sobre aquel prefecto de Roma en Judea.

Y dos creo que son las razones. Primero el estilo tan personal de Tamayo, que –y perdón por la autocita- todo lo tamayiza (ya sea en los artículos, en los cuentos, en la novela histórica y en cualquier nuevo género con el que nos pueda sorprender en el futuro). Esto, que alguno pueda verlo como defecto, para mí no es más que el signo de todo creador que es capaz de dar un sello personal y distintivo a su obra, más allá de los parámetros estandarizados. Claro que hablamos de una cualidad al alcance de unos pocos. Estamos pues ante una novela donde se nota el oficio del articulista, en el que afloran tantos años de maridaje con los periódicos que le permiten llevar en volanda, desde la punta de su pluma, una crónica trepidante y periodística que ocurrió hace dos mil años. Y lo hace de una manera parecida a como se han escrito recientemente los mejores reportajes sobre la vida y milagros de Barack Obama. Tamayo escribe con un estilo muy conocido por sus lectores: vibrante y seco, corto y pugilístico, donde no faltan algunos pasajes a flor de piel, pero en los que acaba espigando la garra furiosa del autor. El mejor elogio que puede hacerse de este enigma ponciano es que resulta difícil no leerla de una sentada, porque atrapa desde la primera página.

La segunda razón ya está también anotada. Cuando se cierra la última página se repara en cuánto nos parecemos a Roma, política y culturalmente hablando. Somos hijos de Roma y en algunas cosas fundamentales apenas hemos cambiado. De ahí venimos y de ahí casi no nos hemos movido. Roma nos dejó la religión dominante, el derecho, buena parte del planeamiento urbanístico y muchas cosas más, como unas líneas de pensamiento que, para lo bueno y para lo malo, siguen vigentes en nuestra conducta colectiva y hasta en ciertas motivaciones individuales.

Y, por supuesto, de Roma bebemos muchos modos en el ejercicio del poder; en la política de luz y taquígrafos y, sobre todo, en la política de bambalinas. Todo lo que se relata en la obra, lo vemos todavía en nuestros días: las pasiones, la luchas, las ambiciones, las malas artes y también claro episodios nobles y desprendidos porque así es el yin y el yang de nuestra vida pública. O sea, que a modo de acompañamiento la obra lleva adherida al relato un manual de política al uso, o, al menos, un retrato del juego sucio en el poder. Tamayo siembra sus páginas con la íntriga y simulación propia de las altas esferas, desde las que ejerce sin apenas límites el tirano emperador, la notable influencia de las grandes familias como los claudios, hasta las venganzas maquinadas en el Senado, en las provincias, la eliminación de los adversarios, la fabricación de falsedades, etcétera, etcétera, etcétera. Supongo que les suena todo esto.

Con todo, la obra no se queda sólo en el navajeo reinante porque el narrador, Amasio Quilo, el secretario de Pilatos, ejerce de cierta conciencia crítica, de observador de los manejos y el devenir histórico y, por eso, abre la novela con una reflexión íntima del poder evanescente, de la gloria y la caída, de la incredulidad del testigo que ha vivido los acontecimientos y no acierta a comprender su interpretación posterior; la adulteración de lo que él considera la verdad.

La obra es un prodigio de conocimiento histórico y asombra la enorme investigación que lleva a su espalda. Ejemplos tenemos muchos. Como la revelación de los samnitas, pueblo desconocido para el gran público, humillados primero y romanizados después, víctima de Roma antes de ser deglutidos por su superestructura. Tamayo desprende un realismo aterrador en las torturas que sufrieron Poncio Telesio y Telesia Preneste. Y lo tapa todo la sentencia de Sila: “que para Samnio no haya mañana”. Ahí se ve la violencia extrema y salvaje de los romanos como ejército dominador, una violencia por cierto que hemos tenido entre nosotros hasta antesdeayer, y vuelvo con la contemporaneidad de la obra, y que se vio igual de salvaje dos mil años después, en las dictaduras militares de Chile y Argentina o un poco antes en los campos de concentración nazis o en el gulag comunista.

Muy interesante también resultan los aspectos descubiertos de la vida cotidiana, como la romanización del palacio de Cesárea, con sus suelos de mármol incrustados en oro y azabache, las escenas de caza talladas en los dormitorios, y la prestia o el garum llevados hasta las cocinas palaciegas de Judea.

Por no hablar de algún hallazo narrativo, de enorme impacto visual, como cuando un puñado de judíos armados de piedras se enfrentan a los soldados romanos para impedir la utilización de un acuífero. ¡Como no acordarse de las recientes intifadas! Maestría para hacer presente el ayer.

Por lo demás, y ya voy acabando, el mayor atrevimiento del autor pasa por mostrarnos dos perfiles bien distintos de los principales protagonistas, Poncio Pilatos y Jesús de Nazaret. Seguramente es este su logro más trascendente como contador de historias porque abre un camino distinto al ya trillado y en eso corre riesgos importantes, pero consigue hacer el relato sugestivo.

Tamayo nos da una nueva visión de Poncio Pilatos, no se queda en el maligno torturador que sentenció y crucificó a Cristo, sino que rebate la mayor. Ni torturó a Jesús ni se prestó con facilidad a las presiones del Sanedrín para acabar con su vida. Todo lo contrario. Pilatos aparece más bien como un gobernante eficaz con altas dosis de honestidad, volcado en la administración pública y en llevar prosperidad al pueblo que gobierna, pero también un imprudente que no entiende las sutilezas de la alta política y acaba siendo una víctima de Roma con un destino en la cloaca del imperio. Son éstas razones suficientes para seguir las páginas con interés.

En cuanto a Jesús, también es otro Jesús. Es un Jesús humanizado al que Roma no ve como Cristo sino como alguien iluminado, inofensivo pero que con sus palabras provoca alborotos. Y a Roma le cuesta entender la inquina del Sanedrín hacia Jesús, a quien ve como un profeta más. Tamayo acierta al plantear un Jesús previo a cualquier Iglesia y a los comienzos del cristianismo, cuando todavía no era nadie, cuando ni había empezado a propagarse su mensaje y su vida, esa vida que como una llama abrasó nuestro mundo desde aquella Judea sometida. Por eso, Jesús, en ‘El enigma de Poncio Pilatos’ no es Jesús: es el rabino carpintero, el rabí de la túnica blanca. Y lo describe con lógica histórica y naturalidad sin que resulte por ello irrespetuoso con la figura, incluso se advierte cierto punto de simpatía hacia ella.

En fin, ya ven, muchas cosas creo, para un solo libro. Máxime si hablamos de un novelista novel, pero nuestro Tamayo es mucho Tamayo y seguro que quienes lo conocen darían por seguro que el día que se volcara con una historia, saldría por la puerta grande. Ese día ha llegado. Que ustedes lo disfruten. Nada más. Muchas gracias.

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