En mi casa no podíamos refugiarnos en el llanto gratis, porque si no estaba realmente justificado mi padre nos daba un coscorrón acompañado del “¡ya que lloras, que llores por algo!”. El llanto es sinónimo de dolor intenso y aunque sea un llanto escénico, histriónico, no es difícil contagiar de desconsuelo al espectador y es fácil que con un llanto de película acabe toda la sala llorando. ¡Pero hay llantos y llantos! Aunque parezca igual, no es lo mismo el llanto de un niño herido, que el de un niño al que le han negado el capricho de un algodón de azúcar. No es lo mismo el llanto de emoción de una madre que ve triunfar a su hijo, que el llanto de una madre que tiene que enterrarlo.
El último llanto-espectáculo que recuerdo fue el de Gallardón. Después de haber sido senador, presidente de la Comunidad y alcalde de Madrid, la criatura se sintió desprotegida y fracasada porque Rajoy no lo incluyó en las listas del Congreso. ¡Media España se sintió angustiada por el llanto de Gallardón y la otra media clamó contra Rajoy por la injusticia suprema de haberle negado al llorón el algodón de azúcar que reclamaba. ¡Un debate nacional sobre la fanfarria de un llanto televisado, orquestado perfectamente por el PSOE!
Hay llantos que han pasado a la historia. Boabdil lloró al perder Granada y fue su madre la que lo puso frente a la realidad: “llora como una mujer lo que no has sabido defender como un hombre”. El emperador Claudio ordenó el destierro de un senador que lloró porque había perdido en el juego de los dados a sus tres mejores caballos: “¿Lo tienes todo y lloras por tres caballos?”. En la fábula de “los pescadores” se cuenta de un pescador que teniendo que echar por la borda parte del pescado que llevaba, lloraba por un pez que se le había escapado.
Recientemente y para un auditorio muy selectivo, ha habido otro llanto espectacular de uno al que le falta pechera para colgarse tanta medalla, pero que se siente injustamente tratado porque acostumbrado, como el loro del bucanero, a ir siempre en el hombro de alguien, no se atreve a defender lo que considera suyo. Diez minutos de lágrimas, con un auditorio puesto en pie, indignado, como en el caso de Gallardón. ¡La criatura lloraba, porque no podía conseguir el último cromo que le falta en el coleccionable!
Lo peor de algunos llorones es que, como Boabdil, con las lágrimas pretenden exculpar el sinsentido de sus ambiciones y de sus errores. A mi el llanto ajeno, cuando es de verdad, me pone un nudo en la garganta y me hace sufrir, por solidaridad y empatía con el que sufre, pero soy de pocas lágrimas, tengo el llanto difícil y, como nos hacía mi padre, a veces tengo ganas de darle un capón a los llorones caprichosos y decirle aquello de “¡ya que lloras, que llores por algo!”
El último llanto-espectáculo que recuerdo fue el de Gallardón. Después de haber sido senador, presidente de la Comunidad y alcalde de Madrid, la criatura se sintió desprotegida y fracasada porque Rajoy no lo incluyó en las listas del Congreso. ¡Media España se sintió angustiada por el llanto de Gallardón y la otra media clamó contra Rajoy por la injusticia suprema de haberle negado al llorón el algodón de azúcar que reclamaba. ¡Un debate nacional sobre la fanfarria de un llanto televisado, orquestado perfectamente por el PSOE!
Hay llantos que han pasado a la historia. Boabdil lloró al perder Granada y fue su madre la que lo puso frente a la realidad: “llora como una mujer lo que no has sabido defender como un hombre”. El emperador Claudio ordenó el destierro de un senador que lloró porque había perdido en el juego de los dados a sus tres mejores caballos: “¿Lo tienes todo y lloras por tres caballos?”. En la fábula de “los pescadores” se cuenta de un pescador que teniendo que echar por la borda parte del pescado que llevaba, lloraba por un pez que se le había escapado.
Recientemente y para un auditorio muy selectivo, ha habido otro llanto espectacular de uno al que le falta pechera para colgarse tanta medalla, pero que se siente injustamente tratado porque acostumbrado, como el loro del bucanero, a ir siempre en el hombro de alguien, no se atreve a defender lo que considera suyo. Diez minutos de lágrimas, con un auditorio puesto en pie, indignado, como en el caso de Gallardón. ¡La criatura lloraba, porque no podía conseguir el último cromo que le falta en el coleccionable!
Lo peor de algunos llorones es que, como Boabdil, con las lágrimas pretenden exculpar el sinsentido de sus ambiciones y de sus errores. A mi el llanto ajeno, cuando es de verdad, me pone un nudo en la garganta y me hace sufrir, por solidaridad y empatía con el que sufre, pero soy de pocas lágrimas, tengo el llanto difícil y, como nos hacía mi padre, a veces tengo ganas de darle un capón a los llorones caprichosos y decirle aquello de “¡ya que lloras, que llores por algo!”
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