ACABA el buen señor de salir de la cárcel, donde ha pasado 13 años por un delito que no cometió. Tiene la mirada perdida, tartamudea, camina con torpeza, está desorientado y se ha enfrentado a los periodistas para explicar su caso y pedir una justicia en la que, incomprensiblemente, dice creer, aunque asegura: «A mí entoavía naide ma pidío perdón». Lo peor ya pasó para él, pero todavía le queda mucho calvario por recorrer porque la cárcel es un abismo del que no se sale ni cuando se sale de ella. Trece años cociéndose a fuego lento en la olla de aquella cocina, no hay cabeza que lo soporte, sin perder el equilibrio y el sentido de la distancia. Muy posiblemente incluso él mismo ha debido sentirse culpable durante este tiempo, porque allí todo acaba desfigurándose. Supongo que este pobre hombre reclamará y supongo que logrará una compensación económica que, sea cual sea, siempre resultará ridícula. La cárcel no se paga con nada y 13 años de cárcel no hay fortuna que los compensen.
En los últimos años, con el famoseo entrando y saliendo de alguna prisión, se ha distorsionado la realidad de ese submundo, alineándolo con la frivolidad de un acontecimiento social, pero la cárcel es terriblemente dura y sella con tinta indeleble a todos sus pupilos. Recuerdo que en una de sus salidas, con motivo de un permiso penitenciario, Mario Conde le echó histrionismo al asunto, intentando relativizar el peso de la condena que sobrellevaba, pero poco después apareció derrotado y, como este señor, desorientado, con la mirada perdida y sin encontrar la palabra correcta. Hace unos meses apareció por primera vez en un programa de televisión y llevaba en su rostro los surcos de la lejanía y el anagrama inconfundible de la prisión.
En cualquier circunstancia y ante cualquier delito, la prisión es siempre la consecuencia de mayor calibre, pero ¿se suponen ustedes el efecto multiplicador de la pena que debe imponer la inocencia? Allí dentro nadie cree en la inocencia de nadie y una vez que aquel estómago engulle a su presa, todo queda bajo el mismo rasero de la culpabilidad. Resulta tan ridícula la proclamación de la inocencia que lo más normal es que este señor haya pasado años sin encomendársela a nadie, pese a que en el colectivo de profesionales que allí desempeñan su encomiable labor, no se ignoran estos fallos del sistema.
Decía el canciller austriaco Kaunitz que «detrás de cada esquina hay un cuchillo buscando gargantas», pero la violencia de la calle tiene su propio alarido entre los muros de una prisión, donde las pasiones se crecen y donde no es posible el escapismo. Allí hay una escogida representación de todas las incapacidades y, como en un zoo humano, están todas las especies ¿Qué puede contar este pobre hombre de lo que ha visto y sentido allí dentro y qué podemos contarle de lo que ha dejado de ver y de sentir aquí fuera? ¿Estará en la playa el juez que lo condenó?
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