martes, 11 de marzo de 2025

Columna de Feliciano Correa (11. 03. 2025)

 


Nunca hubo calma chicha en el encinar

Ni una sola vez en la calma de los textos de Tomás Martín Tamayo se enredaron hierbas adormideras. Porque las hebras de los renglones fueron voluntariamente provocadoras, valientes, incisivas, cojonudamente resueltas. Provistas con el sarcasmo y la ironía

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  • 11 Mar 2025
  • FELICIANO CORREA
HOY

El sábado 1 de marzo, envió Tomás Martín Tamayo un correo a 2.762 lectores de sus columnas sabáticas. Se despide. Tras casi medio siglo de estar en el escaparate, expuesto a todo, deja el artículo para afanarse más en la novela. ¡La novela! El género más difícil. Lo más arduo para un escritor, pero donde ha dado muestras de su pericia. Ahí está ‘El enigma de Poncio Pilatos’, en cuya contraportada asoman los ojos del autor a modo de periscopio, observando, por encima del oleaje batiente y frenético, la trama de la historia que relata. Y ahí queda su ‘Díptico romano’. De nuevo Roma, como otras que tiene en el horno… ‘Barrabás’. Roma, Jesús de Nazaret, la Biblia, el mundo que nos maduró como pueblo encierra secretos. A lo humano y a lo divino. Y ha de ser el lenguaje, ese código de garabatos o vocablos, lo que ayude a desentrañar una pequeña parte de tanto como ignoramos. Solo cuando se verbalizan las marañas se abre un portillo en el ciego portalón de lo ignoto.

Escribir, decía Antonio Gala, es modesto y molesto. Porque si te descuidas se escapan las ideas. Por eso hay que amarrarse a la silla con cuerdas de paciencia, aguantando el picor en los ojos y el dolor del culo aplastado por el peso de horas de labranza en el papel. El artículo, a cuya manivela tanto le ha dado Martín Tamayo, supone escoger en la selva del lenguaje el término preciso. Si ves que no aciertas, te atiza la zozobra y hurgas en las trojes de tu mente hasta hallar la aproximación, lo más cercano al concepto. Porque jamás das en el centro de la diana. Solo nos acercamos sorteando como podemos la pugna interior entre las emociones y la razón.

Digo todo lo anterior para que el lector pueda valorar, desde el andén de la melancolía por la ausencia, a uno de los nuestros que ahora nos amputa el desayuno del fin de semana. Cierra la persiana y el café con leche nos sabe a menos. Conozco al personaje y su honradez en los escritos que enviaba a la redacción del diario envuelto en papel de marca: ‘La calma del encinar’. El título era placentero para animarnos, como lo es esa impoluta dehesa nuestra en la invernada, sobre cuyo paraíso de encinas planean las palomas torcaces. Pero ni una sola vez en la calma de sus textos se enredaron hierbas adormideras. Porque las hebras de los renglones fueron voluntariamente provocadoras, valientes, incisivas, cojonudamente resueltas. Provistas con el sarcasmo y la ironía de quien se entrenó largamente en aquellos ‘Cuentos de madrugada’.

Quien es dueño de una columna periodística corre distintos riesgos. Unos perecen por cansancio. Otros temen a la crítica y abandonan. Y los menos aguantan porque se han juramentado en ser fieles a sus entendederas de las cosas. Y a eso le echan valor. Finalmente señalo a los que continúan muchos años al amparo de una cabecera de prensa, porque nada dicen. Cada semana había sal y pimienta en las letras tomasianas. Algún político se dolía con las banderillas. Pero cuando se escribe teniendo a la honestidad como principio, también esas banderillas tienen púas por el otro extremo. El linaje del escritor fetén no viene de nacimiento, sino de convencimiento. Mantener el tipo semanalmente solo lo logran quienes creen en la fascinación de las palabras y mantienen el compromiso ético con la sociedad de su tiempo.

Coincidí con Martín Tamayo cuando él era consejero de Cultura en la Junta y yo delegado de Cultura en el Ministerio. Nuestro numerador no siempre fue semejante, pero mantuvimos inalterable el denominador de la amistad. Luego, tras esa época que le regalamos a la política, ambos recalamos en la cultura. En ella, algunas veces supimos construir frases nuevas; esto es, dijimos lo que nadie había enunciado de esa manera. Eso era una fortuna. Tal cosa decían de Newton, que no fue el mayor genio, pero sí el más afortunado porque ya, después de él, nadie podía descubrir dos veces el sistema del mundo.

Ramón Gómez de la Serna escribió en una de sus famosas greguerías que «abrir un paraguas es como disparar contra la lluvia». Tomás Martín Tamayo siempre disparó sin trincheras ni paraguas. Alguien le podrá criticar el uso frecuente de sus literarias balas, pero nadie podrá discutirle su puntería.

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