La calma del encinar/La
ventana indiscreta
LA FAROLA
Tomás Martín Tamayo
La farola que
ocupaba el centro de la plaza, zarandeada por un tractor, permanecía abollada y
peligrosamente inclinada sobre su base, iluminando, con una luz mortecina y
temblorosa, un círculo tan pequeño que no atraía ni a las polillas de la noche.
Recordaba a la palmatoria que, con su llama temblorosa, cubre de espectros a
los santos de las iglesias. Desde lejos, en medio de la oscuridad apenas
quebrada por una luna escondida, la farola lucía como un sol naciente, que se
hacía de poniente al acercarte. Algún ruido de corral, el llanto apagado de un
niño y el ladrido lejano de un perro, eran los únicos signos de vida, pero
detrás de aquellas puertas y ventanas, un centenar de corazones latían sus
quimeras, manteniendo los sueños heredados de sus abuelos y que permanecían
inclinados, como la farola. Poca cosa una farola destartalada en medio de una
plaza polvorienta, pero todos la miraban con orgullo porque era la gran barrera
que los separaba del homínido que aprendió a golpear con un hueso. La farola
era el progreso que los mantenía fuera de la cueva. El milagro de aquella luz que
apenas dibujaba un círculo en el suelo, les mostraba un futuro, que se hacía
evidente al abrir el postigo o asomarse a la ventana. Allí estaba ella, como un
viento que soplaba sus velas.
Cada cuatro años, una charanga tomaban la plaza y
recordaban, señalando a la farola con el dedo, quién había llevado hasta allí
el progreso, quién la había puesto y quién pagaba el derroche que suponía
mantener encendida cada noche la luminaria. Y la gente salía y escuchaba,
asintiendo, agradecida porque el progreso es algo que, aunque lejano y
desconocido, bien podía reflejarse en el milagro de aquella lucecita que, al
atardecer, se encendía y pertenecía vigilante hasta que el sol arrasaba la
plaza. Algunos creían que la encendían y apagaban desde Madrid. Y que lo hacían
los que siempre estaban pensando en ellos. ¡Ay, la farola, si no fura por la
farola!
¿Y si os la
arrebatan los oscuros, los de blanco y negro? ¿Y si dejan vuestra plaza a
oscuras para que no tengáis un testigo que grita que la farola está ahí por
vuestro bien y para que alumbre vuestro camino? ¡Para llorar de agradecimiento!
¿Cómo puede haber gente tan buena que, estando allí arriba, no dejan de pensar
en los que seguimos tan lejos? ¡Y encima nos visitan cada cuatro años! La
farola era la evidencia más cercana que en el pueblo tenían del progreso, de la
modernidad. Era el eslabón perdido entre el carburo con el que se alumbraban y
el mundo nuevo que ya estaba cerca, a dos pasos de la plaza.
Una noche, un viento racheado acompañó a una lluvia
espesa que descendía del monte y se abrió paso hasta la plazuela. Cayó la
veleta que coronaba la Iglesia y se desprendieron las agujas del reloj del
ayuntamiento. El polvo se hizo barro y las paredes encaladas quedaron
acribilladas por los rosetones de lluvia sucia. La farola tembló y desde la
abolladura que le hizo el tractor, comenzó a abrirse, enseñando sus entrañas de
cables y empalmes. El progreso peligraba y el futuro, como las agujas, también
se desprendió del reloj y acabó enterrado en el barro. La farola cayó y todos
vieron que el futuro quedaba enfangado. Así estuvo hasta que, cuatro años
después llegó la charanga y la recogió. Soldaron su base, cambiaron la bombilla
y todo cobró normalidad. El futuro y el progreso habían vuelto.
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