La calma del encinar/La ventana indiscreta
JOSE ANTONIO, CINCO
TUMBAS
Tomás
Martín Tamayo
Comenzó la semana con la quinta exhumación de los restos de
José Antonio Primo de Rivera, fusilado en la cárcel de Alicante el 20 de
noviembre de 1936. Desde su muerte, la figura del fundador de la Falange ha
sido arteramente utilizada, pero la “reconciliación” que se arbitró entre
todos, es una entelequia y 87 años después de su muerte, los hay empeñados en
seguir rentabilizándolo. El revisionismo cegato e interesado de los “cavafosas”
le niegan el descanso, pese a que, durante la “transición”, ni el hegemónico
PSOE, liderado por Felipe González, descendió a las catacumbas para remover a
los muertos. Era otro tiempo, era otro PSOE.
Pero llegó Zapatero, el gran tarambana empeñado en ocultar
su inutilidad, su incapacidad y su desnorte, abriendo de nuevo la zanja de las
dos Españas, porque él se nutría de la confrontación. Tonto, pero con
minúsculas. Todo el edificio de la reconciliación, en el que tanto empeño
pusieron los propios falangistas, franquistas, centristas, socialistas,
comunistas, nacionalistas…, se vino abajo por el afán paranoide de un
estrafalario que no supo ser ni estar. Además de la ruina y el desprestigio de
España, ese fue su mayor legado. Da grima ver a este bien pagado, ahora
comisionista acaudalado, bendiciendo dictaduras.
Se entiende, claro,
que muchas familias quisieran recuperar los restos óseos de los suyos,
esparcidos por cunetas y fosas comunes, porque era un doloroso capítulo
pendiente, pero, lamentablemente, al rebufo de ese empeño, justo y necesario, el
calendario electoral es crucial para los carroñeros y los muertos vuelven a ser
utilizados como propaganda política, sustituyendo a los pin, mecheros,
bolígrafos y banderolas de las primeras elecciones. ¿A quién desenterrarán para
las elecciones de diciembre?
El cuerpo de José Antonio, fusilado casi a bocajarro, fue
depositado en una fosa común, perfectamente identificada, hasta abril de 1939,
que se le trasladó a un nicho en el mismo cementerio. Esa fue su segunda tumba,
pero siete meses después lo exhumaron de nuevo para trasladarlo, a hombros,
durante más de 500 kilómetros, hasta el Monasterio de San lorenzo del Escorial,
tras pasear su féretro por las calles de Madrid, proeza que recuerda a la que
protagonizó la triste reina, Juana la Loca, con el cadáver de Felipe el Hermoso,
deambulando por los campos de Castilla. En el Monasterio de El Escorial tuvo
José Antonio su tercera tumba.
Veinte años después, en marzo de 1.959, se exhuman
nuevamente sus restos, que fueron trasladados al Valle de los Caídos, su cuarta
tumba. Es verdad que ocupaba un sitio preeminente en la abadía, pero siendo un
lugar habilitado para acoger a todas las víctimas de la Guerra Civil, nadie
puede negarle legitimidad a quien tal vez fuera la primera, porque fue detenido
cuatro meses antes del alzamiento armado y fusilado tres meses después. La tumba
en Cuelgamuros también parecía definitiva, pero 87 años después de su muerte,
los restos de José Antonio son nuevamente levantados, para darle acomodo en la
que, de momento, es su quinta tumba, en el cementerio de San Isidro, de Madrid.
¿A este procesionar de los muertos se le puede sacar
rentabilidad política, más allá que la de distraer y acaparar titulares? Quiero
creer que no, para no caer en el derrotismo de que somos un pueblo de revanchas,
arrebatado y sanguinario, que no deja en paz ni a sus muertos.
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