La calma del encinar
CÁCERES
NUESTRA
Tomás Martín Tamayo
Blog Cuentos del Día a Día
Tenemos en Extremadura tantos lugares para el sosiego que lo
que nos falta es tiempo para saborearlos,
calma para sentirlos y ojos para verlos. No voy a caer en el ridículo de
descubrir ahora a Cáceres, pero esta semana he tenido la oportunidad de
pasearla tres días seguidos y el reencuentro no ha podido ser más
reconfortante. Es difícil encontrar una ciudad tan calmosa, llena de historia,
tan mansa, acogedora y radicalmente
bella como Cáceres, en la que incluso el ruido de la calle llega con una sordina
que lo hace apacible y lejano, mezclando en armonía el eco del pueblo, que
afortunadamente sigue siendo, con el de la gran ciudad que es.
Hace cincuenta años,
siendo apenas un mozalbete con el corazón abierto para los asombros, descubrí
su ciudad monumental y, de alguna forma, allí me quedé para siempre porque cada
vez que he tenido oportunidad, Cáceres
ha sido mi refugio y el lugar donde mejor se restañan mis heridas. Su calma es
contagiosa y recorrerla ayuda a relativizar esos pesares que se aligeran
andando por sus calles, como absorbidos por las piedras que nos ven pasar.
La Ciudad medieval hay que recorrerla sin prisa, por la
mañana, por la tarde, al anochecer, lloviendo y en la madrugada, porque las
luces, los colores y los ecos son distintos en cada tramo del día y hasta las
pisadas suenan diferentes. En Cáceres me
casé, en la capilla privada de la Casa del Sol, que nos abrieron para que
pudiéramos avivar el recuerdo y hacer recuento de la “foto de familia”, con nuestros
padres y amigos, en la que tantos ausentes hay ya… Todo permanece impasible en
aquellos sesenta metros de capilla, en los que hasta la penumbra parece quieta
y adormecida.
El día de San Jorge, el Paseo de Cánovas olía a flores,
Feria del Libro, un hervidero de gente
ante las casetas, casi ocultas por la fronda. Familias enteras, muchos niños, minifalderas con pirsin y
mocitos pintones tatuados, que ojeaban y compraban libros, gritando el
contraste entre lo que de verdad es y lo que parece, por nuestros prejuicios. Las
presentaciones de libros y autores, perfectamente sincronizadas, el tiempo medido, no hay más protagonista que
el libro. La caseta de actividades llena, gente de pie para escuchar el pausado
y selecto desgranar del periodista Juan Domingo Fernández, que presentaba una
novela…
Cáceres con un anfitrión entrañable como Juanjo Fernández Santos, cerveza de
charla amena y recuerdos. Y vuelta al centro de la ciudad. En la Plaza Mayor las
terrazas llenas, hay bullicio, pero al subir por la escalinata de la Torre de
Bujaco hasta las luces se aprudentan. Iluminación adecuada, el suelo brilla
como mojado, pisadas, susurros, una guitarra en Santa María ponía un eco dulce
y lastimero, “Angelitos negros”, que
rebota de piedra en piedra. Risas apagadas, un tipo achispado canturrea el
himno del Sevilla, pero rallado en el “sevillista seré hasta la muerte”. Si las
piedras hablaran... En Las Veletas un grupo de ingleses se hacían fotos en cada
rincón. San Jorge acoge a una novia de blanco que sigue las instrucciones del
fotógrafo, mientras el novio, supongo, guiaba el foco de la antorcha. Bajamos
por la Cuesta de Aldana hasta el Foro de los Balbos, que recogía de nuevo el
eco de la Plaza Mayor… Fueron tres horas de hondo respiro, volvemos al hotel en
silencio. Cáceres nos puede.
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