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El son de los asombros
ESO QUE LLAMAN CULTURA
Tomás Martín
Tamayo
Tardé mucho tiempo, años, en enterarme de que cuando con otros amigos,
esperábamos en la biblioteca municipal de Villanueva de la Serena a que
pusieran en la mesa los últimos ejemplares de “El guerrero de la antifaz”,
“Roberto Alcázar y Pedrín”, “Pantera negra”, “El Jabato” o el TBO, nos
estábamos adentrando en el mundo sin retorno de la lectura y de la escritura.
Tampoco supe que, cuando mi padre me entregó “Solo”, un relato tremendo de
Armando Palacios Valdés, que me hizo llorar, me iba a marcar de por vida y no
imaginé que al llevarme a ver el Museo del Prado, aquello era una visita
cultural. Él me guiaba cogido de su mano, pero nunca dio importancia a lo que
hacíamos ni me habló de “cultura”. Por supuesto, tampoco me dijo al entregarme
un tomo encuadernado, con cincuenta ejemplares de “Blanco y Negro”, para que lo
ojeara, que allí había información de España, de Europa, del mundo y que podía
aprender… Eran cosas que me gustaban, con las que me entretenía, pero a las que
no le daba mas importancia que a otras, como correr por las eras, subir a los
árboles para ver nidos, jugar a “toro visto”, al fútbol o al “palo y la
billarda”.
Jugar era divertido y leer para mi era un juego porque soltaba mi
imaginación, me hacía protagonista de historias fantásticas y, sobre todo,
porque me señalaron el libro, pero jamás me obligaron a acercarme a el. Un día
mi abuela me entregó un librito, “Dafnis y Cloe”, que conservaba de mi abuelo,
escrito por un señor que se llamaba Longo y que despertó mi interés por el
erotismo y me hizo pasar por el confesionario por los “malos pensamientos” que
me surgieron. Tenía doce años. Qué sorpresa cuando, muchos años después, me
enteré de que Longo era un escritor griego del siglo II. Por supuesto para mi
aquello tampoco tenía nada que ver con la cultura, porque no podía ser cultura
algo tan placentero, que ayudaba a imaginar otros mundos y divertía al mismo
tiempo. Nadie me había dicho nada, pero yo asociaba “la cultura” con algo
amuermante, tedioso, propio de gente aburrida y vieja, incapaces de sonreír.
Después de Palacios Valdés y de Longo, se incorporaron Calderón, Lope de Vega,
Tirso de Molina, Zorrilla, Bécquer, Machado, Lorca… ¡Yo no sabía que estaba
leyendo a los que después estudié como “clásicos”! ¡Qué bien me lo pasé leyendo
la historia de un majarón que se peleaba con molinos, escrita por un señor que
se llamaba Cervantes! ¿Eso era cultura? Ni de lejos imagine semejante cosa.
¡Sorpresa, cuando me enteré de
que, entre toda esa gente rara, que escribían cosas increíbles con las que me
divertía, también había extremeños! Chamizo, Espronceda, Antonio Reyes
Huertas, Carolina Coronado, Felipe
Trigo… ¿Y por qué yo no? Con catorce años encontré en un cajón del doblado de
mi abuela “La serrana de la Vera”, un romance fuerte, cargado de erotismo y
sensualidad, que leí muchas veces, casi hasta memorizarlo. Sobre la historia yo
hice una versión muy particular, que fue lo primero que escribí, para mi
desgracia. Aquello fue tremendo y me ponía directamente en las puertas del
infierno, por lo que en confesión se lo conté a don José, el cura de mi pueblo.
Me pidió que le llevara las hojas del cuaderno y, arrellanado cómodamente en su sillón de la
sacristía, las fue leyendo despacio, mientras yo esperaba frente a él, en pie y
temeroso, su sentencia en forma de
penitencia. Cuando acabó de leer, sacó un mechero y las quemó en un cenicero,
sin mirarme, sin decir nada. Después se levantó, vino hacia mí y me dio una
bofetada que me hizo perder el equilibrio y caer al suelo: “¡Eres un
guarro!”.Esa fue la penitencia y nunca más me dejó ejercer de monaguillo ni
repicar las campanas… ¡Qué pronto supe
que la letra con sangre entra y que “escribir es llorar”, aunque todavía
no había leído a Larra!
Pero todo aquello me espoleó y desde entonces, bien, mal o regular, no
he dejado de leer ni de escribir, aunque sigo resistiéndome a meter una
actividad tan placentera y que me sirve de refugio y terapia, en algo tan
sonoro como eso que llaman cultura. Con quince años y gracias a Pedro de
Lorenzo, amigo de mi padre, vi por primera vez mi nombre en letra impresa, nada
menos que en ABC y al lado de Néstor Luján. “El pino torero” fue mi segundo
intento, después de la abofeteada versión libre de “La serrana de la Vera”.
Cuando el ABC llegó a mi casa y mi padre, señalando mi nombre en el artículo me
preguntó: “¿conoces a este?”, yo supe que nada ni nadie me apartaría del goce
inenarrable que supone contar cosas. Puedo decir que, como maletilla de la
escritura, debuté en la Real Maestranza, que era el ABC. También puedo decir
que llevo toda mi vida leyendo, escribiendo, visitando museos, comprando más
cuadros de los que puedo colgar, oyendo música, viendo cine y teatro,
estudiando costumbres, analizando la historia…pero tal y como yo me lo tomo,
como diversión, como mi padre me enseñó, estoy seguro de que nada de esto tiene
que ver con eso que llaman cultura, que es cosa de eruditos, académicos, gente
fina y sofisticada, que saben muchas frases y recuerdan fechas y nombres. Lo
mío es pan de pueblo.
(De Ámbito Cultural de El Corte Inglés)
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