LA REALIDAD Y LA DUDA
Santiago Castelo
(Del prólogo de “Cuentos al alba”)
Pero, ¿existe, en verdad, Tomás Martín Tamayo?
O es sólo un vago sueño, un nombre sorprendido,
una estela en un surco de la letra. Tan sólo.
A veces,
muchas veces,
me pregunto en
silencio:
Pero ¿Tomás existe?
No es una broma, amigos, os cuento un sortilegio:
Hay un Tomás, muchacho, que a fuerza de sentirse
se hizo hondo, callado y serio y fue a golpe de tierra
donde curtió sus dientes con fuerza indomable
y todas las mañanas se pone una coraza.
Ese es uno, pero además,
hay otro,
y otro,
y mil más y uno Tomás Martín Tamayo…
y el espejo se mueve y muestras irisaciones
tan complejas que, luego, cuando llego a casa,
si miro hacia las cosas de Tomás yo me palpo
por si también me hubiese convertido en un sueño.
¿De dónde es este hombre?
Hay quien dice que estuvo
en un pueblo lejano de esos que no quedan
y que sigue viviendo con retamas y encinas
en el misterio grave que le dio la amargura.
Porque Tomás conoce, como nadie, el triunfo
y ha bebido muy pronto los laureles y el vino.
¿En sus ojos?
En los ojos de Tomás habita una pena solemne
llena de incomprensiones y navajas abiertas.
Por eso va en silencio, cuando va
y cuando viene
masca un trozo de acíbar que le sube del pecho
por tanto como ofrece la vida y quita
y por tanta careta como juega el que la tiene.
¿El qué?
El que la tiene, así, a secas.
El que tiene se sobra.
Tomás Martín Tamayo ha conocido ocasos
y primaveras claras
y en sus sueños, tantos,
ya sabe del exacto caminar de la hierba
y por qué van las sombras por senderos distintos
de los que lleva, alegre, el sol enamorado.
Pero, ¿existe o no existe Tomás Martín Tamayo?
Buscadlo en los ecos, las ramas
de un tiempo que se marcha y que siempre regresa
cada tarde, en silencio y de su mano. Buscadlo en sus
distancias y silencios.
O quizá por sus libros.
Sí, buscadlo en lo que escribe, donde se muestra
desnudo y sin fisuras.
Tomás Martín Tamayo cuando sangra convoca
a la sangre ¡y que llegue cuanto antes! ¡que ponga
su color a la herida!
Ahora, Tomás, como siempre, sigue escribiendo
como entonces. Ahora, Tomás Martín Tamayo
luce los costurones en el alma y escribe
porque es una terapia que nadie le ha mandado
pero él la sabe cierta y saludable y viva.
Por eso yo lo quiero escribiendo cuentos de madrugada,
cuentos de estrellas, de atardecido, cuentos.
Buscad en el misterio de esos trozos de fábula
la irreal consistencia de todo lo que apena
y esa manera, tan
suya, tan simple, de ir diciendo cosas
como el que va a la mina para buscar la muerte.
¿Por qué se desangra Tomás en cada artículo?
¿Le contará a sus hijos los sueños
de noche, o solamente luchará con su suerte
como un fantasma que le abriese las carnes?
Yo le he visto en la alta noche de Leningrado
-para mí Petersburgo, dorado Petersburgo-
entregado a las suaves
divagaciones de su mundo,
dejando reflejos en los ojos eslavos de muchachas
hermosas
donde dejó prendidas páginas imborrables.
Vamos envejeciendo, Tomás, pero,
¿existes, mi entrañable amigo?
Dime dónde está ese muchacho que andaba por el pueblo,
maestro en la ciudad cerrada,
viajero por el
mundo,
amigo fiel y mal enemigo a la hora de las verdades,
que sigue firme en sus lealtades y tiene
una mujer callada como un jacinto chico?
Tomás Martín Tamayo ha vuelto a reencontrarse
-encerrado en sí mismo, como si no existiera-
y sigue escribiendo para desangrarse
por esa herida abierta desde su infancia.
Leedlo, está en lo que escribe.
Dime tú si es que existe
o no existe este hombre.
S. C.
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