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El son de los asombros
SE SIGUE
CRUCIFICANDO
Tomás Martín Tamayo
Pensamos en la crucifixión como en una
ejecución sumaria, superada por el tiempo y por su crueldad, pero los
radicalismos la están recuperando para sus espectáculos en los que, como en los
primeros años del Imperio romano, deleitan a las multitudes, que participan
enfervorizadas por el sufrimiento de los ejecutado. Una fila de víctimas
arrodilladas delante de sus verdugos, esperando que les corten el cuello;
enjaulados que ven llegar el fuego que los ha de devorar, crucificados en
familia, sin respetar sexo ni edad… Los fanáticos del Estado Islámico están ahí
para recordarnos la impunidad con la que pueden torturar a la puerta de nuestra
casa, con el consentimiento colectivo de todos los que vemos el resurgir de
estas prácticas, protestando exclusivamente con el estupor y el asombro. Hoy se
sigue crucificando y, además, se hace sin protocolo alguno.
En 1968 se halló al noroeste de
Jerusalén la tumba de un hombre llamado Juan, hijo de Haggol, que murió
crucificado. Tenía una osamenta fuerte, una estatura de 1´67 m. aproximadamente
y cerca de cuarenta años. Contra lo que se especuló en un principio, está
descartado que la tumba perteneciera a Jesucristo, aunque los rasgos
fisiológicos que se aventuran puedan ser coincidentes, porque son los
característicos de un judío de la época, además de padecer tortura y
crucifixión como él. El hallazgo es importante para conocer los pasos previos a
la ejecución y el protocolo que se seguía durante la misma. La crucifixión de
este Juan, efectuada en el mismo lugar, permite aproximarnos a mucho a la de
Jesucristo y el conocimiento pormenorizado de sus ejecutores contrasta con la
brutalidad del populacho que hoy la aplica en Siria, Yemen...
Si no se hicieron excepciones, algo extraño
dada la rigidez con la que se seguían las normas establecidas, la muerte de
Jesús no pudo ser muy diferente a la de este Juan que se analiza desde hace
cuarenta años. Los restos encontrados presentan rotura en dos costillas y un
golpe en el cráneo. Los talones están atravesados por un clavo de 18 centímetros , sus
muñecas taladradas, las tibias y peronés fracturados a la altura del tercio
inferior y el radio derecho evidencia una fisura por clavo… Hasta aquí, lo que
dicen los restos encontrados coincide puntualmente con lo que nos ha llegado de
la tradición oral, incluida la cuestionada versión de los tres clavos. Los
soldados encargados de las ejecuciones eran verdaderos expertos y aceleraban o
ralentizaban la muerte en función de lo que los familiares o amigos pagaban
para aliviar los sufrimientos, pero sin alterar la rutina, que supervisaba un
centurión.
RIGIDEZ EN LAS NORMAS
Roma dejaba pocas cosas al azar y para
mantener la cohesión del Imperio dictaba normas generales que regulaban las
relaciones sociales, las siembras, los riegos, los impuestos, la administración
de la justicia o los procedimientos para la ejecución de la pena capital, en la
que la crucifixión era poco frecuente. Las prácticas que se establecieron
durante los años de Augusto y Tiberio, quedaron anotadas como protocolos a
seguir y así se mantuvieron durante más de doscientos años, hasta Didio
Juliano, un personaje pintoresco que compró el Imperio en una subasta entre los
soldados, pero que se preocupó de retocar la práctica, dándole algo más de
humanidad. La crucifixión, antes y después de Didio Juliano, tenía un ritual
fijo, aunque las circunstancias, la climatología, el público, la notoriedad del
condenado, el lugar y el momento, permitieran variables.
Puede que con Jesucristo se rompieran
algunas rutinas y que antes de su ejecución, como en la de Juan, se produjeran
excesos notorios, pero todo entra en el terreno de las conjeturas porque en los
Evangelios no hay una descripción minuciosa de los sufrimientos de Jesucristo.
Séneca y Plutarco tampoco pormenorizan y los historiadores romanos Cornelio, Tácito,
Plinio y Suetonio, en las referencias directas a la crucifixión de Jesús, no se
detienen en los detalles, por lo que se puede deducir que fue crucificado como
se crucificaba, aunque la imaginería y la cinematografía hayan buscado un
perfil más estético.
Se han catalogado más de cien tipos de cruces,
pero la que se usaba en Judea era la cruz latina y no la estilizada cruz
artesana de pulidos tablones ensamblados que han recreado en el cine. Los
árboles de Jerusalén, pinos fundamentalmente, no podían dar unos tablones para
una cruz de seis o siete metros. Es dudosa la importación de maderas para estos
fines y poco probable que se molestaran en perfilar y pulir los maderos. Lo
normal era que el palo vertical, afilado en un extremo donde se encajaba el horizontal,
tuviera poco más de dos metros y medio, para facilitar el trabajo de la
ejecución. Después de ensamblar el horizontal, que aseguraban con cuerdas, lo
introducían en un hoyo que se apuntalaba con piedras. Todo muy rudimentario
porque la sofisticación es impensable, teniendo en cuenta que sólo se
crucificada a los forajidos y delincuentes mayores y que los verdugos eran
soldados que redimían algún tipo de castigo.
Reconstruida por los técnicos, la
posición en la cruz de los restos encontrados en Jerusalén, indica que las
piernas habían estado colocadas una sobre otra, ligeramente flexionadas y los
pies fueron atravesados por un solo clavo. La caja torácica levemente inclinada
y los brazos fijados al palo horizontal, mediante dos clavos que atravesaban
los antebrazos. Para evitar los desgarros y que el cuerpo cayera, se
complementaba la sujeción de los clavos con cuerdas envolventes que se ataban
al madero, como las de los "empalados"
MUERTE POR ASFIXIA
Con independencia de las pequeñas
variables en cada uno de los rincones del Imperio, los crucificados solían
morir por asfixia, ya que al estar colgados apenas podían respirar. La cruz
permitía que la asfixia fuese más o menos intensa, según acercaran o separaran
los brazos del palo central y dependiendo de la altura a la que colocaban la
cuña (cipro) sobre la que apoyaban los pies. Para respirar necesitaban
apoyarse, pero si les partían las piernas o les bajaban el pedestal, tenían que
izarse con los brazos taladrados por los clavos, con el consiguiente desgarro
de músculos y tendones. Por eso, cuando querían acelerar el proceso,
generalmente por el pago de los familiares, con un mazazo seco rompían tibias y
peronés. El cuerpo quedaba colgado de los brazos y la muerte por asfixia se
producía en minutos. Este pudo ser el caso del hijo de Haggol, al que para
impedir que se apoyara en el cipro le rompieron las piernas, pero no el de
Jesucristo, que murió a las pocas horas, posiblemente porque cuando lo
crucificaron estaba agotado y prácticamente exhausto. Rutinariamente, le dieron
un lanzazo para verificar la muerte, antes de entregarlo a los que lo
reclamaban.
Si los ejecutores no recibían algún tipo
de compensación de los familiares, solían dejar morir a los crucificados
lentamente, durante cinco o seis días, y no bajaban los cuerpos hasta que
comenzaba el proceso de descomposición. Es muy probable que recibieran una
cantidad considerable antes de bajar y entregar el cuerpo de Jesús, ya que el
que lo reclamaba era José de Arimatea, un rico hacendado que mantenía buenas
relaciones con el Sanedrín y con las autoridades romanas.
Que dos mil años después se revitalice
una práctica como la ejecución, demuestra claramente lo que hemos progresado y
hasta donde llega nuestro compromiso colectivo. En vivo y en directo se
retransmiten hoy los mismos horrores que antes solo se veían en los circos o en
las calzadas apartadas de las ciudades. Igual de crueles y aún más brutos.
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