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El son de los asombros
MEDALLAS DE QUITA Y PON
Tomás
Martín Tamayo
Blog Cuentos del día a día.
En un lugar de Extremadura, de cuyo nombre no quiero acordarme, tuve ha
tiempo la osadía de oír requiebros agradecidos y acepté dar mi nombre a una
calle. Grave error de juventud, tenía 35 años. Tres años después recibí un
paquetito muy bien envuelto y esmeradamente lacrado, con colorido membrete del
ayuntamiento y dentro de una caja de zapatos, una chapa, doblada como un folio,
que al desdoblarla aún dejaba leer “Calle de Tomás Martín Tamayo, Escritor y
político”. Si poco hice para merecer semejante honor, aún hice menos para
desmerecerlo, pero cuando se mezclan política, fobias y filias, el cóctel no
suele ser muy equilibrado. Con la placa doblada, que aún traía un taco de los
que la habían fijado a la pared, ni
nota, ni explicación, algo que agradecí porque al menos no fueron hipócritas. Eso
sí, me preocupé por conocer al que me había sustituido y si escasos eran mis
méritos, nulos eran los del que ocupó mi lugar, que es seguro que se fue de
esta vida sin saber que existía el tal pueblo, en la tal provincia, de un lugar
llamado Extremadura. Incluso dudo que en un mapa mudo de Europa pudiera señalar
con el dedo a España. Semos asina.
Bueno, pues han pasado los años
y allí sigue la calle del tal, porque
como no tulle ni mulle a nadie le estorba su nombre. “El problema es que su
señoría no para quieto”, le espetó Sagasta a un diputado por Zamora, del
Partido Liberal, que aspiraba a congraciarse con Alfonso XII para medrar. “Pasó
usted de las alcobas de varias cortesanas a los aposentos de la reina con gran
estruendo, y me temo que su nombre pueda estar en el listado que el rey tiene
de todos los que aliviaron las sofoquinas a su augusta madre”. No es el caso
exactamente, pero parecido, porque, medien sábanas y alcobas, o carácter y
principios, “el que se mueve no sale en la foto”. Para mí, si es suya, es una
de las pocas verdades atribuibles a Alfonso Guerra, que, salvando el abismo que
media entre un “maquiavelo” sibilino como él y un patán con fusta, como el que
por aquí tenemos, los dos tienen el mismo vicio: no decir la verdad ni para dar
la hora. Es verdad universal que “el que se mueve no sale en la foto” y los que
mejor plano consiguen en las fotos de familia del poder son los inertes, los
expertos en ponerse de perfil y los de sonrisa bobalicona que parecen indefensos
y no molestan. ¿Alguien está pensando en Rajoy? Un día me dijo Alberto Oliart:
“Tomás, en política nunca han prescindido de nadie por no hacer nada”.
¿Recuerdan que entre las excelencias que pueden lucir sobre su pecho la
Medalla de Extremadura está Monserrat Caballé? La diva catalana recibió el
reconocimiento en 1989 tras haber cantado en el Teatro Romano, previo pago de
su considerable caché y parece que por alguna gestión que hizo en favor de
Extremadura o del preboste barbado del momento. Como somos así de catetos,
medalla por todo lo alto, aunque antes
no habíamos sabido nada de ella y
después tampoco. Desde hace tiempo anda la Caballé en líos con el fisco, que le
reclama un pastizal por haber burlado a la Hacienda española, fijando
ficticiamente su residencia en Andorra, pero ¿han oído que pretendan retirarle
la Medalla? ¡No, claro, que no! La Medalla se la retiran al extremeño Enrique
Tornero, atleta paralímpico extremeño, medalla de oro y bronce en Atlanta 1996
y plata en Sidney, porque tiene problemas con la justicia, aunque de menor
calibre que los de la Monserrat Caballé. Su verdadero problema, su verdadero
delito, lo que no le perdonan, es que fue concejal socialista en Plasencia.
Hay, me confirman, otros tres galardonados con la Medalla de Extremadura que
han sido condenados por causas diversas, pero, como la Caballé, pueden seguir
luciendo palmito con medalla, porque ellos no tienen relación pública con el
PSOE y, por tanto, sus condenas y delitos son siempre de poca entidad para los
ahora dueños del cacharral.
¿Por qué dieron mi nombre a una calle? En la explicación del acuerdo
plenario municipal figuraba “diversas gestiones” a favor del municipio, que se
habían materializado en salón multiusos, biblioteca y rehabilitación de dos
aulas durante mi etapa como consejero de Cultura y Educación. Yo no he sido
condenado por nada, pero, como en el caso de Enrique Tornero, si la merecí por
algo ese algo sigue en pie. La perdí porque un día fui a un acto político y
critiqué el despropósito que se estaba haciendo en un museo de la localidad.
Vamos, que me moví y me sacaron de la foto, que para eso está el photoshop. A
Enrique Tornero no hay quien le quite sus tres medallas olímpicas, que fueron
la causa del reconocimiento, pero se ha quedado sin la Medalla de su tierra. La
Caballé y los demás convictos la tienen garantizada de por vida, porque sus
fechorías judiciales no ofenden a alguien tan exquisito y puntilloso en el uso
de los fondos públicos como el verso loco del PP, viajero isleño y
“pagaconciertos”. Incluso puede que él mismo, por sus demostrados
escrúpulos, la luzca algún día.
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