martes, 20 de septiembre de 2011

TODOS BAJO SOSPECHA


El director de unos grandes almacenes, ubicados en Badajoz, me comentaba días atrás que todos los establecimientos de su empresa estaban alertados porque el paro creciente va a disparar los hurtos hasta cotas no previstas, lo que les obligaría a poner más cámaras y sensores, y a contratar más vigilancia, con la consiguiente mengua en los beneficios: “Los estudios comerciales que tenemos estiman que cuando se supera el 25% de paro, se duplican los pequeños robos en todos los departamentos, desde la alimentación a los perfumes o ropa de marca”. Aseguraba que hay un aparatejo alemán que detecta la presencia de quien haya sido sorprendido en alguna ocasión anterior y avisa directamente a seguridad. ¡Uffff! Pronto nos seguirán por satélite desde que salimos de casa y un lector de pensamientos parpadeará cada vez que nos acordemos de la puñetera madre de alguien. “El mundo feliz” de Aldous Huxley, está a la vuelta de la esquina.

Esa misma tarde, al salir de un “gran superficie”, sonó la alarma y, como descolgados del techo, acudieron a mi encuentro dos guardias de seguridad. Me conocieron, o no me vieron pinta de ladroncillo, porque incluso antes de que pudiera enseñarles el interior de las bolsas, ya estaban disculpándose: “perdone usted, es que la alarma es muy sensible y, a veces, salta de forma inexplicable”. Pero mientras ellos se disculpaban, la alarma seguía sonando, centrando en nosotros la atención de mucha gente que no oían la conversación, pero que me veían con unas bolsas, entre dos guardias de seguridad, mientras la alarma me señalaba con el dedo. Fue una situación muy incómoda. Finalmente la apagaron y, pese a mi insistencia, se negaron a ver el interior de las bolsas: “No, no, por favor, no es necesario, disculpe las molestias”. Disculpados quedaron, pero estoy seguro de que llegué a casa con cara de sospechoso.

Hay que aceptar estas situaciones, como hay que aceptar que en un aeropuerto tengas que descalzarte y depositar en la cinta las llaves, el móvil, el cinturón, el monedero, las gafas... Hay sitios en los que dan ganas de entrar esposado y con los brazos en alto para evitar tanta mirada inquisitiva y desconfiada. En el aeropuerto de Nueva York, el ordenador hace catas selectivas y si toca te sacan de la fila, te llevan a unas dependencias apartadas, donde hay un montón de “pillados” como tú, a los que el ordenador ha hecho un guiño de ojos. Allí tienes que esperar hasta que te llaman, para hacerte preguntas tan inexplicables como “¿tiene usted alguna intención de atentar contra la vida del Presidente de los Estados Unidos?” Dan ganas de responder aquello de “sí, hombre, a ti te lo voy a decir yo”, pero se lo toman con tanta seriedad que entras en el juego: “No, no, no, yo no vengo para atentar contra nadie”. Otra pregunta muy sagaz es “¿A dónde va usted? Y con la misma seriedad, estando en Nueva York, uno responde: “A Nueva York”… Yo creo que por dentro se están descojonando de risa con nuestra cara de soplagilis.


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