Creo que hace doce años, cuando murió, escribí un artículo sobre las atrocidades de los Jemeres Rojos camboyanos, capitaneados por una auténtica alimaña que se nutría del sufrimiento ajeno: Pol Pot, “risita de hiena”. Los Jemeres Rojos, de inspiración maoísta y en un principio espejo y ejemplo de todos los papanatas que iban de izquierdosos y revolucionarios, implantaron en Camboya un régimen de terror que superó incluso las atrocidades más conocidas de algunos emperadores romanos. En tres años asesinaron a más de dos millones de camboyanos, la cuarta parte de un país de ocho millones de habitantes, pero la sed de aquellos revolucionarios, que pretendían hacer de Camboya una cooperativa agrícola al margen de todo progreso y civilización, no se saciaba y cuando los fusiles ardían y les quemaban las manos, con el machete continuaban la labor de aniquilar pueblos enteros.
Era más fácil matar que enterrar y cuando los cuerpos se amontonaban y comenzaban a hincharse, hacían piras de hasta 5.000 personas, que ardían durante varios días. El artífice principal de aquel terror, de aquel horror que la humanidad no supo ni quiso saber evitar, fue Pol Pot, un ser menudo, fibroso y de mirada esquiva que, ironías del destino, murió plácidamente sedado en su cama, rodeado de los suyos, por malaria y después de haber degustado una generosa ración de chivo asado, su plato favorito. Pol Pot odiaba todo lo que fuera cultura o educación y mando ejecutar a muchos presuntos intelectuales a los que identificaba porque llevaban gafas o en su casa tenían un libro.
Pol Pot, risita de hiena, fue un ser enigmático al que temían incluso los más cercanos. Dicen que su risa producía escalofríos, vaciaba los pulmones, hacía temblar las piernas y soltaba los esfínteres. Su risita, a intermitencias, era en sí misma una sentencia de muerte. Se reía permanentemente, mientras sus ojos permanecían fijos, fríos e inexpresivos. Jamás miraba de frente, siempre de abajo- arriba, enseñando el colmillo izquierdo, como una hiena que disputa su pitanza. Por eso, con toda simpleza, sus propios soldados lo conocían como “risita de hiena”. Por donde Pol Pot pasaba, dejaba un reguero de muerte, tortura, horca o acuchillamiento, todo ello aderezado con sutiles torturas, con las que disfrutaba mientras cenaba su cabrito asado.
Aquella locura de los Jemeres Rojos apenas duró tres años, de abril de 1975 a octubre de 1978, pero fue un tiempo suficiente para dejarnos muestra de la destilada depravación que anida en el alma de algunos seres con apariencia de humanos. Pol Pot y la mayoría de su camada murió sin ser juzgado, pero aún quedan vivos algunos de ellos y ahora, treinta años después, un tribunal internacional los va a escuchar, en un juicio justo que ellos no facilitaron a los dos millones de infelices que se cruzaron en su camino, al grito de “si vives no se gana nada, si mueres no se pierde nada”.
Ahora, viejos, agotados, enfermos y usando casi todos ellos gafas como las de sus victimas, se sientan en el banquillo de los acusados, cuando alguno ya ni siquiera entiende las razones por las que se les juzga. ¡Viéndolos hay que hacer un esfuerzo para no sentir compasión! Compasión por ellos y por un mundo tan difícil de entender.
Era más fácil matar que enterrar y cuando los cuerpos se amontonaban y comenzaban a hincharse, hacían piras de hasta 5.000 personas, que ardían durante varios días. El artífice principal de aquel terror, de aquel horror que la humanidad no supo ni quiso saber evitar, fue Pol Pot, un ser menudo, fibroso y de mirada esquiva que, ironías del destino, murió plácidamente sedado en su cama, rodeado de los suyos, por malaria y después de haber degustado una generosa ración de chivo asado, su plato favorito. Pol Pot odiaba todo lo que fuera cultura o educación y mando ejecutar a muchos presuntos intelectuales a los que identificaba porque llevaban gafas o en su casa tenían un libro.
Pol Pot, risita de hiena, fue un ser enigmático al que temían incluso los más cercanos. Dicen que su risa producía escalofríos, vaciaba los pulmones, hacía temblar las piernas y soltaba los esfínteres. Su risita, a intermitencias, era en sí misma una sentencia de muerte. Se reía permanentemente, mientras sus ojos permanecían fijos, fríos e inexpresivos. Jamás miraba de frente, siempre de abajo- arriba, enseñando el colmillo izquierdo, como una hiena que disputa su pitanza. Por eso, con toda simpleza, sus propios soldados lo conocían como “risita de hiena”. Por donde Pol Pot pasaba, dejaba un reguero de muerte, tortura, horca o acuchillamiento, todo ello aderezado con sutiles torturas, con las que disfrutaba mientras cenaba su cabrito asado.
Aquella locura de los Jemeres Rojos apenas duró tres años, de abril de 1975 a octubre de 1978, pero fue un tiempo suficiente para dejarnos muestra de la destilada depravación que anida en el alma de algunos seres con apariencia de humanos. Pol Pot y la mayoría de su camada murió sin ser juzgado, pero aún quedan vivos algunos de ellos y ahora, treinta años después, un tribunal internacional los va a escuchar, en un juicio justo que ellos no facilitaron a los dos millones de infelices que se cruzaron en su camino, al grito de “si vives no se gana nada, si mueres no se pierde nada”.
Ahora, viejos, agotados, enfermos y usando casi todos ellos gafas como las de sus victimas, se sientan en el banquillo de los acusados, cuando alguno ya ni siquiera entiende las razones por las que se les juzga. ¡Viéndolos hay que hacer un esfuerzo para no sentir compasión! Compasión por ellos y por un mundo tan difícil de entender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario