viernes, 29 de abril de 2011

EL PATIO DE LUCES



En el patio de luces de un edificio, tenían un grifo con manguera que era el refugio preferido de toda la chiquillería. Durante los meses calurosos bajaban en bañador y pasaban horas jugando con el agua, mientras que los padres oían los gritos y las risotadas desde las alturas, complacidos y aliviados. Todo iba bien, hasta que apareció un niño “especial” que, poco a poco, se hizo dueño de la manguera. Como era ciertamente “especial” y con él no servía el razonamiento, en la primera reunión de vecinos decidieron resolver el problema cediéndole la titularidad del grifo, pero poniendo otro al lado, para todos los demás.

Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Reconocido el hecho diferencial del niño “especial”, surgió otro tan especial como él y los vecinos decidieron resolverlo de igual manera. Pusieron un tercer grifo y aquello aguantó un tiempo, pero no tardaron en surgir otros niños especiales y los grifos aumentaban en batería en la misma medida que disminuía el caudal del agua, con la lógica decepción de las criaturas. Cada niño disponía de su manguera particular, de la que no salía prácticamente nada. Con un grifo se divertían todos, pero con dieciséis no se divertía nadie. La alegría desbordante del patio de luz dio paso a un lloriqueo aburrido, porque, a falta de agua, las criaturas olvidaron los juegos y comenzaron a divertirse a manguerazo limpio, con el consiguiente peligro para los más pequeños, que apenas podían defenderse de los empellones que les llegaban desde todos los rincones del patio. Se impuso la ley de la selva.

Para evitar problemas, el presidente de la comunidad reconoció el hecho diferencial entre los más y los menos exigentes y comenzó a regalar grifos de diferentes calibres, porque consideraba que el concepto de igualdad, además de discutible, no era equitativo ni respetaba las desigualdades. “Si nosotros somos más fuertes y más grandes, necesitamos más agua y para eso es necesario achicar el grifo de los demás”. Los vecinos cedieron, con lo que la presión se redujo a un raquítico goteo, que apenas daba para mojarse las manos a los más pequeños, que apenas podían plantear alguna exigencia, pero los mocetones, codiciosos, no dejaban de mirar de reojo lo poco que le llegaba a los demás y presionaron a la comunidad para que les dieran más, y más, y mas... Mientras más tenían más necesitaban y más exigían. En el fondo, más que agua, querían ser diferentes.

Poco importaba al bloque la sed de los pequeños y se rompieron todos los equilibrios. El patio se convirtió en una Torre de Babel en el que nadie escuchaba a nadie. Los vecinos vieron el peligro, pero no tuvieron valor para oponerse a unos mocetones que contaban con apoyos e incluso podían volar el edificio. O sea, que cedieron y cedieron y cedieron… Y cuando ya no tenían nada que ceder, comenzaron a negociar con los mocetones la titularidad del patio, de la sala de contadores, el pasillo, las escaleras, el portal, el edificio…

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