domingo, 3 de mayo de 2009

PRESENTACIÓN DE JAIME NARANJO EN CÁCERES


EL ENIGMA DE PONCIO PILATOS

Martín Tamayo, Tomás: El enigma de Poncio Pilatos. Prólogo de Alberto González Rodríguez. 24 cm. 211 pp. Tecnigraf Editores. Badajoz, 2008.

Hace dos meses Jesús Delgado Valhondo habría cumplido cien años. A él le hubiera parecido una buena fecha para celebrarlo este 23 de Abril, coincidiendo con la fiesta del libro. Por eso me resulta grato recordar al más entrañable de nuestros poetas -tan pegado a esta ciudad- y al amigo. Fue precisamente esa amistad la que me aproximó a Tomás, entonces Consejero de Cultura, en la –ya tan lejana- etapa preautonómica. Eran tiempos de iniciativas, de esperanzas y, sobre todo, de mucha imaginación. Recuerdo una eficaz colaboración, derivada de un cercano afán cultural, perfectamente compatible con la comprometida actividad política que ambos ejercitábamos. Yo había leído algunos relatos suyos (Cuentos de madrugada) y admiraba su labor editorial en Esquina Viva, junto a otros escritores de Badajoz y alguno de Cáceres (si no me equivoco, la primera iniciativa de edición extremeña, de carácter privado, desde la República). Acababa también de leerle un librito de poemas (Abstracción de la culpa), con estilo directo y pleno de frescura propios de aquel tiempo. En ese libro y en sus ya frecuentes artículos en el Diario HOY, se perfilaba la vocación ácida y temible de sus dardos.

En todo caso, el recuerdo mas antiguo que guardo de Tomás Martín Tamayo es el de un relato -mediados los setenta-, con regusto kafkiano, sobre un enjambre de moscas que devoraban a un lector. De ese relato me interesaron como describía el autor las fases de aproximación del lector al libro y la lúcida representación del entorno. Años más tarde, cuando coincidimos en el parlamento extremeño, recordaba yo aquellas moscas, asociadas a un popular calificativo que algunas señorías dedicaban al orador implacable. No he podido –lo confieso- rechazar tal asociación al escuchar otras intervenciones o leer nuevos escritos suyos.

Decidí desprenderme de tal condicionamiento cuando, amablemente, Tomás me solicitó algún comentario sobre su proyecto de primera novela, aunque no descarté el propósito de revisar la medida en que el orador se había desprendido de la toga. Al examinar las críticas y otros textos de presentación que se han hecho sobre el libro, he visto que no era el único en indagar hasta que punto eran visibles en el texto determinados rasgos, que algunos definen como tamayización. Probablemente, porque es difícil imaginarse a otro Martín Tamayo.

Confieso también, y sin rubor alguno, que mis conclusiones son ahora otras. En El enigma de Poncio Pilatos se percibe, sin duda, el sello de su autor, pero no son los tonos de crítica, que los hay, o de acidez, los que se desprenden del contexto general, sino los de complicidad con el lector y el intento de trasladar a su ánimo esta compleja reflexión sobre la trascendencia. Me ha parecido encontrar cierta obsesión existencial y, al mismo tiempo, una decidida preocupación por lo cotidiano (en esto último el autor se encuentra a sus anchas y experimenta el placer lúdico de la escritura). Reflexiones como”pasamos la vida asumiendo sus misterios y nos iremos de ella convertidos en un enigma” o “Yo creo que sólo sucedió lo que quiso él” (refiriéndose al rabí de la túnica blanca) son muestras de lo primero y, de lo segundo, la siguiente descripción: “Nunca me gustó Jerusalén. Ni su olor, si su color, ni su gente, ni su calor pegajoso, ni sus cielos rojos y enmarañados, ni el laberinto de sus calles, ni sus costumbres, ni sus gestos estridentes, ni sus aguas saturadas de cal, ni el sonido gutural de sus voces”.

Tomás se ha instalado en un territorio donde resulta francamente difícil generar conflicto (al menos inmediato). Y aunque alguien lo haya sugerido (suponiendo tal o cual parecido con la realidad inmediata), tanto en la estructura, como en la formalización de los personajes y en cualquiera de los contextos, intuyo que la verdadera realidad explorada se refiere a la superestructura, evidenciado los elementos de relación con una época que, al fin y a la postre, y en términos cronológicos, constituye el embrión de lo que llamamos civilización occidental.

De la extensa bibliografía y, desde luego, de los contenidos, deducimos una intensa investigación de los acontecimientos y personajes de la citada época, en buena parte derivada de los propios textos latinos: el lenguaje reflexivo de Tácito y la fuerza y frescura que Salustio imprimía a los retratos de los amigos y de los enemigos de Roma. Eso si, matizados con las aportaciones de estudiosos posteriores, desde Flavio Josefo a Robert Graves, Pierre Kast o Par Lagerkvist. Y, desde luego, de un estudio minucioso de la literatura bíblica y sus aledaños.

Pasando directamente al contenido de la obra, desde el punto de vista narrativo el esquema utilizado es muy sencillo y no hay que buscar por ahí los experimentos de esta opera prima. La exposición preliminar es extensa; pero imprescindible para situar al lector en un contexto cultural tan amplio; luego, la trama es creciente hasta su desarrollo central, también prolongado, con un desenlace breve y fulminante y un sucinto, pero evocador, epílogo.

El primer capítulo, como todo buen preámbulo, se dedica a la situación y localización de la materia, desde la trama general a la presentación del relator, Amasio Quilio, verdadero hilo conductor de todo el esquema narrativo. A partir de su entrada en escena, el autor adopta un estilo directo, en busca decidida del interés y de las simpatías del lector. Se describen la vida y el ambiente de los comienzos del Imperio y las intrigas cortesanas, bastante creíbles, con una extensa ambientación de la época de Tiberio. Aquí se incorpora la figura de Poncio Pilatos, sus orígenes (afines a los del relator) así como sus ascensos en el ámbito pretoriano y su confrontación con el Senado, por méritos propios y por su vinculación con el favorito y todopoderoso Sejano. Se utilizan ingredientes (como el aplastamiento los samnitas, fluido y apropiado y que consituye un relato por sí mismo independiente) que, además de enriquecer el argumento, contribuyen a una buena predisposición psicológica del lector hacia estos dos personajes centrales.

Los capítulos II y III explican algunas de las razones de la designación de Pilatos como gobernador de Judea, su traslado y las condiciones de la dominación romana del territorio, así como la peculiar relación entre los dirigentes ocupados y los ocupantes, sus intrigas y sus enfrentamientos.

La acción y la ambientación propician el arribo a la parte central del relato, procurando preservar el esquema biográfico de todo el conjunto. Esta intención aparece manifiesta en el deliberado interés por definir los perfiles de los personajes que rodean a Pilatos (Claudia Prócula, Rino Galo, Quinto Cornelio, Antonina…y el propio Amasio), y el trazado de otro perfil diferente, desdibujado, de los personajes que fueron concluyentes en la narración bíblica: Caifás, Barrabás, Herodías, incluidos el Evangelista y los anónimos seguidores (excepción de Judas como infiltrado del Sanedrín).

Los capítulos IV y V -alrededor de la figura del rabino de túnica blanca-, insisten en la dialéctica de las relaciones de poder y en la defensa -con matices- del interés de Roma. Todo ello lo convierte en un suceso romano del siglo I en el que se va a producir un acontecimiento cuyas consecuencias ni siquiera se vislumbran; pero se cuentan –o se interpretan- de manera distinta a la tradicional. Pilatos no se dibuja como el Poncio prepotente y despreocupado de la justicia, y la figura de Jesús de Nazaret se resuelve con un dibujo paleocristiano y esencial.
Pilatos es un político “de inteligencia superior, vulnerable y dependiente, que sabía escuchar y, en su entorno más cercano se mostraba natural y confiado”. Preocupado por transferir el progreso de Roma a los pobladores de Judea, cuyo gobierno tiene encomendando, aborda reformas y emprende un ambicioso plan de infraestructuras que incluye comunicaciones, saneamientos y abastecimientos de aguas. Ha de enfrentarse, de manera simultánea, a las intrigas de la corte, a las maniobras de su inmediato superior, el propretor de Siria, Lucio Vitelo, y a las estrategias urdidas desde el Sanedrín contra la representación de la Roma invasora. Para tales estrategias se utilizan todo tipo de tácticas, desde las que incitan la hostilidad interna entre los romanos, a las de organizar una insurrección popular ante cualquier decisión o acción del prefecto romano. En este contexto es en el que sitúa Tamayo el proceso de Jesús: “Poncio Pilatos, al que quieren presentar sus detractores como un ser débil, demostró en aquel caso una entereza ejemplar…” Y así fue. Agotó cuantas posibilidades le otorgaba el derecho romano y ejerció con autoridad su condición de pretor y de juez único. En todo caso su decisión final no es en absoluto un acto de cobardía sino de compasión, con algún ribete de solidaridad: “¡Acabemos con esta farsa y concluyamos el martirio de este desgraciado!”

Y si la personalidad de Pilatos se perfecciona en consonancia con la de los miembros de su círculo, la del nazareno se muestra aislada de su entorno, en un claro intento de remarcar su esencialidad. Acude para ello a determinados recursos literarios: el escaso perfil de los personajes, las opiniones de quienes se muestran mas creíbles, como el propio Pilatos o Rino Galo (“te he dicho lo que vi, pero yo no creo lo que vi”) o incorporando nuevos personajes que representan la diferencia (Morco de Pella o el ladrón de los miembros amputados). El cuadro se completa con algunas informaciones, no exentas de riesgo, que relativizan el dramatismo de la última fase de la pasión.

Los capítulos VI y VII contienen noticias que auguran el rápido final, particularmente los rumores sobre la resurrección del Rabí y la muerte de Antonina. Como si estas ausencias hubieran vaciado de contenido a la narración.

También la salida de Pilatos de Judea se relaciona con el crucificado. El Sanedrín acusa a Pilatos ante Vitelio de estar tras la conspiración que supuestamente han preparado los seguidores de Jesús y amenaza con una sublevación general de la provincia.

La vuelta a Roma coincide con la muerte de Tiberio y su sucesor, Calígula, no hace otra cosa que precipitar el hundimiento de la figura de Pilatos en el pozo de la historia que, como tal, se constata su alejamiento y silencio en las tierras de la Galia.

A lo largo de todo el capítulo VII, salpicando el desenlace, se incluyen algunas reflexiones que, con el último apartado, componen un evocador epílogo a modo de ubi sunt? (tan frecuente en la literatura latina y, especialmente, en Virgilio)

La última frase del libro “sólo nos quedan los muertos” –que también aparece al principio- constituye la expresión final del texto. Yo la he interpretado como una asociación retrospectiva hacia la vida y acción de un grupo de personas (amigas, enemigas o indiferentes) que formaron parte de un contexto dichoso para el relator. Partiendo de tal hipótesis, la expresión hace referencia a las actitudes vitales de estos seres que continúan en la memoria del personaje, confiriendo al ubi sunt un contenido menos tópico en relación con la relatividad de las glorias mundanas. Por eso, entiendo que tienen poco que ver con la muerte. Ahí aparece el sentido de trascendencia. Incluso, llevándolo a términos extremos: el muerto principal nunca murió.

El libro comienza con un documentado prólogo de Alberto González Rodríguez. Me he preguntado en algún momento –y lo he comentado con Tomás-, si era necesario. No es frecuente incluir un prólogo en las novelas, ni siquiera en las históricas, al margen de cualquier introducción explicativa del autor (que El enigma de Poncio Pilatos también incluye). Suele serlo, al margen del género (narrativa, teatro…), en obras de tesis que plantean la dificultad de una elección. La respuesta está en el prólogo mismo, cuando se pregunta si se trata de una novela histórica, una biografía o (en el sentido literal, en el texto) “una obra intrahistórica-ensayística”, de una rica variedad de contenidos.

A mi me parece una novela de contenido histórico, con un pretexto biográfico. Hay en algunos pasajes ingredientes propios de la comedia de costumbres ( pienso en Stendhal o Thackeray), con un estilo narrativo próximo a las “memorias de Adriano” de Yourcenay, o al Yo, Claudio, de Graves, aunque en estos casos los narradores fueran los protagonistas.
Pero sea cual fuere el género resultante, Tomás ha dado fin a su primera obra de larga extensión y para él es su novela. Plena de recursos expresivos que permiten dialogar con el espectador y hacerle partícipe de los ambientes, de las formas, de sabores y colores. Recursos por otra parte que sí llevan la firma de este experimentado autor de narraciones cortas. Y aquí vuelvo a recordar el cuento de las moscas por algo que ya dije sobre la habilidad del autor para crear los ambientes. Entre aquella forma de presentar la realidad objetiva y la que se hace en este libro, hay muchos litros de tinta, más pincel, probablemente más color; pero se trata de la misma pluma guiada por una misma vocación.





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