LECCIONES
RÁPIDAS Y SENCILLAS
Tomás Martín Tamayo
Hace muchos
años, en plena euforia monárquica, con un Juan Carlos I al que se reverenciaba
en toda España, escribí un artículo -¡pecado de juventud!- cuestionando su
legitimidad de origen porque había sido señalado por Franco, del que había
“heredado” la Jefatura del Estado… Además de no publicarme el artículo, recibí
una atenta llamada de la secretaria del director de HOY, para invitarme a tomar un café “con el
jefe”, en su despacho.
Yo barruntaba
un “despido” inmediato, pero el “jefe”, hombre inteligente y de autoridad sin
titubeos, eligió el registro de la tolerancia: “Llevas varios artículos dando
puntaditas contra la monarquía, yo sé de tus veleidades republicanas, pero este
periódico no las comparte, te sugiero que no me pongas nunca más a prueba y que
no vuelvas a enviar artículos en esa dirección”. No hubo café pero sí mucha claridad y con pocas palabras,
en unos minutos, me enseñó lo que es un periódico, una línea editorial, un
director y un columnista. Nunca mais.
En Badajoz,
horas antes de embarcar para el acuartelamiento cordobés de Ovejo, donde teníamos que hacer el
“campamento” del servicio militar, nos entregaron el petate con los útiles
personales. Como soy “tipo medio”, toda la ropa me venía bien, excepto las
botas, que eran del 45. Reclamé y me dijeron que intentara cambiarlas o que al
llegar a Ovejo se lo dijera al cabo furriel.
En el tren, entre más de 200 aspirantes a reclutas, ninguno aceptó el trueque y al día siguiente, con mis botas de “siete
leguas”, me dirigí al cabo furriel, que me dijo que eso tenía que autorizarlo el
sargento Basilio: ¿Y dónde está? Siempre en la cantina de suboficiales.
Con mis botas
al hombro y mi ignorancia sobre las “clases” militares, entré en la cantina de
suboficiales, de la que un cabo me echó casi a empujones porque “¿dónde coño
vas, recluta?”. Se lo expliqué y me dijo que esperara en las escaleras hasta
que saliera el sargento Basilio. Mes de Julio, en Córdoba, a pleno sol y
sentado en unas escaleras de granito, en las que se podía freír un huevo. Una
hora después, el cabo salió para señalarme con gestos al sargento, que bajaba
las escaleras con poca seguridad. Resopló al final de ellas, se puso la gorra
de plato, sacó pecho y comenzó a caminar sin siquiera mirarme. Yo me acerqué y
me puse a su altura. Era muy alto y me miró desde arriba, evidentemente
achispado y oliendo a vino recocido:
-¿Qué te
traes?
-Que ayer en
Badajoz me dieron unas botas del 45 y las necesito del 41.
-¿Y a mí qué
coño de dices?
-Es que el
cabo furriel me ha dicho que solo usted puede cambiármelas.
-¿Yo? Mira
chaval, el cabo furriel y tú os podéis ir a tomar por culo. ¡Largo, búscate la
vida!
Lección
aprendida, en un minuto el sargento Basilio me enseñó lo que era la mili. Como
lo aprendí todo de golpe, me “busqué la vida” y al día siguiente calcé unas del 41, mientras que el de la
litera de al lado vociferaba, acordándose de la madre del cabronazo que le
había cambiado sus botas… Lo vi tan apurado que me dio pena: ¡No te preocupes,
eso te lo resuelve el sargento Basilio!
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