sábado, 31 de octubre de 2020

LA CALMA DEL ENCINAR

 

                       
                                           UNA VISIÓN ANTICIPADA

                                                                                Tomás Martín Tamayo

                                                                                                       Foto: Magdalena de la Fuente

 El ruido de la techumbre al caer atronó sus oídos hasta ensordecerle, y despertó aunque no estaba dormido. Con el sudor perlando su frente,  miró alternativamente a derecha e izquierda pero no había nadie. Se encontraba en medio de la nada y, a lo lejos,  todos de perfil silbaban distraídos. Con el techo abierto, el suelo comenzó a ondularse, amenazando dejarle en el vacío, colgado de su ceguera. Todavía saboreaba el aplauso interesado y no entendía que él, el Cánovas del momento, la figura emergente que había escenificado un “hasta aquí hemos llegado” con tanto valor y osadía, el que había ganado una batalla en la que todas las apuestas le señalaban como perdedor, se viera en una situación tan penosa, sin techo, casi sin suelo y aferrado, como una vieja corista, a la ilusión de su día más luminoso. Y al aplauso del adversario.

 

 Tragó saliva, contrito y sin poder contener los lagrimones que le marcaban surcos en las mejillas, miró la enorme oquedad  interior,  el vacío en el que cabía un bando de gaviotas gritonas. Suplicante volvió a mirar a la izquierda, aquella que en su momento de gloria lo recibió con alharacas, extendiendo a sus pies una alfombra roja  que él pisó con aire triunfal. ¿“Marcial, eres el más grande”? Seguían mirando al tendido, pero por el rabillo del ojo celebraban, entre risas y cachondeo, su desconcierto de mocita seducida y entregada.

 

 A los que se había unido en un frente común, rompiendo puentes a mordiscos, ¿dónde estaban? Les hizo señales agitando los brazos:

“! Eh, colegas modernos y progresistas, que soy yo, el que quemó naves y parentelas de proximidad para estar con vosotros, el que meó más lejos aquel día de gloria!”. Silencio. “¿No me veis? Ocupé el centro  y me recibisteis como a uno de los vuestros!”. Silencio.  “Soy el del verbo florido, el látigo contra lo añejo, la naftalina, la España en blanco y negro”. Silencio. “Soy  el que zurró la badana a la parentela para ser tan moderno y progresista como vosotros, el que tiene altura de estadista”. Silencio “¡Pero si lo dijeron incluso El País, Escolar, Ferreras!..”. Silencio.

 

Cayó de rodillas, le temblaba la mandíbula, la soledad y la indiferencia le corneaban hasta morderle  las tripas. Entre risotadas le llegaba el canturreo, a dos voces: “Pobre tonto, ingenuo charlatán, fuiste paloma por querer ser gavilán”. Arrepentido, con la soledad aplastando sus recuerdos de gloria, miró hacia los suyos, que le habían jaleado hasta sangrarles las manos, pero solo encontró miradas esquivas y de reproche. Arriba las palmeras, indiferentes,  miraban las nubes y tampoco lo veían. ¿Era invisible? Giró y giró buscando una salida mientras el suelo comenzó a retirarse de sus pies, con un estruendo de “¡pardillo, pardillo, pardillo!”.

 

 

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