LOS INVENTOS DEL TBO
Tomás
Martín Tamayo
En mi casa teníamos una radio que mi madre,
controlando el volumen, compartía con toda la calle. ¡Qué bien cantaba aquella
“arradio”! Después llegó la lavadora eléctrica, “Otsein Rubi” o parecido. Medio
pueblo pasó a ver el prodigioso invento, que no pasaba de ser una cuba blanca
con patas y una hélice cerrada en el fondo, que hacía girar la ropa hasta que
se desenchufaba. El detergente era de fabricación casera y consistía en rallar
unas cuantas pastillas de jabón verde… ¡Qué invento!
En 1967 pudimos seguir por televisión el
primer trasplante de corazón: ¡Christian Barnard, cómo lo admiraba mi padre!
Unos meses antes
-Sorpresa, sorpresa-, desde Zafra llegó
una camioneta con el milagro en una caja de madera, una Telefunken que mi
padre pagó “a dita” durante dos años. Los operarios que la trajeron emplearon
todo el día para instalarla. Cuando empezaron a sintonizarla y vimos las
primeras imágenes, borrosas, rayadas y en blanco y negro, no salíamos de
nuestro asombro. Nadie podía tocarla, excepto mi padre y, en su ausencia, mi
hermano Antonio que, además de ser el mayor, era un “manitas”.
Y dos años después, todos reunidos,
expectantes y en silencio, incluidos unos vecinos y mi abuela Cornelia, que
nunca se lo creyó, vimos a Neil Armstrong pisar la luna. La capacidad del
hombre parecía imparable. ¿Más? Una nevera a la que había que echarle hielo,
pero que lo mantenía muchas horas.
Hemos
crecido y nos lo hemos creído tanto que casi necesitábamos que un tsunami, un
terremoto o el socorrido meteorito nos recordaran que somos mierdecillas
pedantes que podemos desaparecer por el
zarpazo silencioso de un bichito invisible.
Para compensar nuestra “insoportable
levedad”, se nos recuerda que los científicos han descubierto que puede haber
vida en Venus, un planeta a 40 millones de km de la Tierra y al que
tardaríamos en llegar 50 años… ¿Vamos a ir, van a venir? Para mí esto es tan
útil como los inventos del TBO. La verdad es que Venus me importa menos que el
tipo que acaba de echarme humo en plena mascarilla, porque al virus lo siento
más cerca.
Tanta ciencia, tanto adelanto, tanta luna,
trasplante, velocidad supersónica, Internet…
y resulta que un bichito tiene acojonado a todo el planeta. Llegó sin avisar y,
aunque no lo vemos ni oímos, tiene capacidad para modificar las relaciones
sociales, costumbres, fronteras, la economía, la política, la medicina… Ya
ha matado a un millón y, convirtiéndose en el mayor terrorista de la historia
de la Humanidad, nos tiene a todos embozados, aislados, abobados, acojonados y
huidos de nosotros mismos. No ha dado la cara, no ha hecho declaraciones ni ha
salido en ningún programa de televisión pero, en apenas unos meses, se ha
instalado en el centro de nuestras vidas y nos dirige, convirtiéndose en el
HDLGP más grande que se recuerda. A su lado Calígula, Lenin, Hitler, Stalin,
Pol Pot y demás camaradas del averno, son aprendices que jamás superarán la
condición de utileros.
Y la respuesta que estamos dando, siempre a
rueda de su rueda y esperando el próximo zarpazo… Creo que esto lo resolverían
mejor los dos “científicos” que nos instalaron la vieja Telefunken en mi
casa. Ellos consiguieron encenderla.
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