La calma del encinar
LAS MANOS, AY LAS MANOS…
Tomás Martín Tamayo
Blog
Cuentos del Día a Día
Alba Lucía, a los 47 años, se sometió a un
trasplante de manos. La implantación de las dos manos, la primera que se hizo,
la realizó Cavadas y fue un hito en el mundo de la cirugía. El trasplante de
manos es uno de los más complicados, pero “cada intento es un empujón para el
siguiente” y los éxitos van ganando la batalla, como lo demuestra que, en las
pasadas navidades, catorce años después, Alba pudo levantar la copa para
brindar con y por sus nuevas manos. Yo también brindo, me alegro por ella pero,
en su caso, creo que habría optado por alguna prótesis ortopédica.
Aldous Huxley, en
“Un mundo feliz”, desalambró todas las fronteras sobre un futuro que hoy está
presente y, como su lectura me cogió muy jovencito, puedo decir que hasta la
llegada del hombre a la luna me pareció algo que esperaba su momento, desde que
el mono se puso a caminar erguido. Los trasplantes los considero alineados
para, uno a uno, ir pasando por quirófano y en algún sitio debe estar recogida
mi voluntad para que, si tras mi muerte queda algo de mi cuerpo aprovechable, se
utilice. La única limitación que puse fueron mis manos, porque creo que las
manos no son trasplantables. Llegará incluso el trasplante de cerebro ya que, según Kafka, “todo lo que puede suceder, sucede”, pero las
manos… Repelús.
Daría el corazón,
los riñones, el hígado…, pero jamás cedería mis manos ni aceptaría otras. Las
manos tienen vida propia y en ellas estamos, desnudos y sinceros, como niños. Por
eso los que saben mirarlas pueden conocer mucho de nuestro pasado, del presente
y hasta del futuro. La mano acaricia, apuñala, acuna, trasmite calor, frío, sudor
y emociones. Es la que señala, la que ejecuta, bendice y perdona. Lloramos con
las manos más que con los ojos. En las manos está el temor, la duda, el odio y
la alegría. Shakespeare las llevaba siempre escondidas y a Cervantes le dolía
la que había perdido.
Mírense las manos y
comprobarán que, como el gato, nunca nos pertenecen. Se mueven mientras
dormimos, participan de nuestro sueño y van a su aire cuando estamos
despiertos. Mentimos con el cuerpo, con los gestos, con los ojos y la boca,
pero hemos aprendido a trasplantarlas antes que a someterlas. Mientras fingimos
calma, ellas se revelan y nos delatan.
Se arrugan y envejecen, su piel se siembra de marrones y sus nudillos se
agarrotan, porque las experiencias las cincelan, pero en ellas sigue la verdad
y la memoria impresa. En nuestras manos estamos, son la terminal visual de la conciencia.
Podemos burlar su
resistencia y lograr que acepten un latido que desconocen, pero estoy seguro de
que permanecen acechantes. Y añorantes. Si yo fuera Alba estaría muy atento y no las perdería de vista.
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