sábado, 11 de enero de 2020

2020





                     La calma del encinar
                     2020
           

           
                                             Tomás Martín Tamayo
                                             Blog Cuentos del Día a Día
                                             tomasmartintamayo@gmail.com



Trae enero un caminar incierto, lento y perezoso, arrastrando la resaca de un diciembre de burbujas apagadas. Transcurrirá  2020 como lo hizo 2019 y hará 2021,  porque lo que hemos acordado en llamar tiempo se nos escapa, no admite componendas y es  inalterable, machacón, cíclico, indiferente y seguro. Al margen de todo, gira sus agujas en la esfera de nuestras vidas, sin inmutarse, sin alterar su paso. No hay acontecimiento capaz de modificar su ritmo,  aunque su parsimonia altere el nuestro, porque no le damos tiempo al tiempo, que ese es nuestro mal. El tiempo es el único invento perdurable.

La piedra giratoria del gran molino no reconoce el grano que tritura y  es igual el deshecho de trigo,  maíz o centeno, por mucho que cada partícula, nosotros mismos, pugne por ser lo más importante del costal en  el que caemos ¿Cómo se distingue el excelentísimo de los parias en la esportilla que recoge nuestros restos? El tiempo nos supera por su indiferencia, como  el viento a la esquina que se le interpone. Nos pierde la prisa y el afán por embridar cada segundo de un tiempo que no nos necesita ni  pertenece.

Y da igual enero o diciembre, zarandajas, pretenciosas unidades de medida, convencionalismos, acuerdos  a los que hemos llegado para intentar ordenar lo que no necesita nuestro orden ni  concierto. Lo fijo, lo inalterable, lo incesante es el giro, su desplazamiento indiferente, al margen del soplo que supone nuestra existencia, creyéndonos, eso sí, dueños y directores de un orden que nos ignora porque somos invisibles, anécdotas que ni siquiera serán anotadas entre el tic y el tac. Que es el universo el que nos mira y nos sostiene y el paisaje el que nos contempla, aunque creamos que todo se ha hecho para servirnos, como señores de una creación que ignora nuestra existencia. Empeñados en ordenar el caos, seguimos empujándolo, a codazos, para encontrar un sitio en medio de la nada. Somos naturaleza presuntuosa y maligna,  en medio de la naturaleza a la que pertenecemos y a la que queremos destruir. Sin armonía.

2020, si acaso una fracción, un parpadeo entre la gran explosión y la nada que definitivamente somos. Un suspiro del existir infinito y del perecer eterno, el  soplo que hemos alambrado entre un hipotético enero y un supuesto diciembre que nada significan,  nada son y nada importan. A su paso y sin prisas, el tiempo muerde nuestro acero y cincela cornisas espectrales en las pirámides que levantamos para asentar una huella imposible de nuestro paso. La piedra y la brizna ya estaban cuando nosotros llegamos.

Empeñados en alargar nuestra sombra, olvidamos que es el sol quien la gobierna. ¿Es más importante la sombra que nos sigue, zigzagueante,  que la del olivo que gira? Subdividimos las subdivisiones que dividimos hasta el infinito, para clasificarnos entre nosotros mismos. Altos, ricos, listos, negros, bajos, torpes, pobres… complicando una existencia tan exigua que no supera ni el latido del guijarro, que seguirá mirando cuando nos hayamos ido. Códigos, órdenes, tribunales y fronteras bien amuralladas,  para que la brizna de al lado no nos de alcance. El Gran Orden debe reírse mucho de las majaderías que tejemos como reyes de un orbe que gira sin vernos.

Y si el meteorito que tenemos asignado se ha desprendido de sus frenos, no llegaremos al siguiente latido, pero sigamos con el juego en este 2020 que ha nacido para obedecer nuestros designios. Eso es lo que creemos.

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